Pobres lacerados. Y piden perdón con la actitud y el gesto.

Por: Antonio Domínguez

Mientras entre las personas no sea una sola cosa pensar y decir la verdad sin recatos y conveniencias, de una a otra parte o de parte y parte que parta; sin hacer venia para rendir culto al vil metal; será todo igual a como estuvo, está,  incluso sin temérmelo, ¡seguro!, estará.
Viejo es ya el saber que nos ha enseñado la connivencia de los poderes para intercambiarse favores. Las sacras  leyes-códigos del hampa y axiomas por el estilo.
Han quedado estatuidos por los estudiosos, los alcances de los estados de vileza y degradación a cotas de esquizofrenia absurda, a tal punto alocada, que los sujetos apuntados se solazan y arrullan en una amistad que al fin y al cabo es contra naturaleza; porque entregan esa especie de honra al metal por el metal, de cariño, amor amistoso al vecino más hacendado, sin tener la posibilidad de usufructuar un solo euro de su fortuna, ni en cien años que para ello solo viva. Este disloque acontece también en “las amistades más corrientes, a saber: los amigos de copas (es de lo que quiero hablar. Lo anterior se usó como entradilla) cuando van entrando en el camino siempre sin retorno del alcoholismo; aunque lentamente, pero en continuo e inexorable avanzar. El caso es que a estos sí es verdad que no se les puede llamar miserables y hasta bandidos como equivocadamente a veces se les llama, porque no siendo los únicos padecedores de la controversia humana, sí son las verdaderas víctimas de una situación, (me da lo mismo en la que estén metidos) son las de ellos, todas, horriblemente malas. Estas pobres personas son la carnaza, que a la inversa es sorroballada por los verdaderos bandidos. Son los que están siempre a dos copas de las que le hacen falta, el único cebo que no sirve para atrapar a grandísimos potentados malhechores. Los miserables que son otra cosa; tienen todos casa, abrigo y comida.
Los pobres desgraciados de todo grupúsculo de desheredados ¡digan lo que digan! Los demás, se les tiene por podredumbre hedionda en el cosmos bacteriostático de sus horrores. Así se desinhiben en opinión adversa los socios de los elegantes clubes, para no tener que ensuciarse las manos “rescatándoles”. No obstante los bebedores de oficio (son difíciles, pero no imposibles) aman en el otro la desgracia que él mismo padece y que en sí mismo no reconoce. Yo he visto a un embriagado intentando conducir a su domicilio a otro menos ebrio que él. Le he visto incluso argumentar las técnicas punta del buen beber, para no llegar a situaciones desinhibidoras de la personalidad, destrozadoras de la amistad, y sobre todo, atención, ponedoras en sobreaviso a familiares y parientes, del estado que va tomando el problema; cosa de la que el vicio no quiere saber nada; le horroriza emparentar; no queriendo dar trabajo al sentido, ni oír una sola vez más los sermones y consejos que han venido oyendo de sus familiares. Siempre fueron reacios a admitir su estado y por lo tanto los consejos a estas personas no solo resultan baldíos, sino ofensivos como la más grande ofensa. Esa es la grandísima dificultad; a la que se agarra la opulencia para neutralizarles y ¡ojos que te vieron ir por esas mares a fuera!
Habida cuenta de la religiosidad con que tragan y el regocijo placentero de autosuficiencia del cerebro que tuvieron, las convicciones a que llegaron, formas que inventaron, el dominio que ejercieron, pero todo en pasado y que en el presente los fogonazos “en sanlorencinos fuegos de las neuronas”, que bajo los etílicos ataques de los macanazos de ron, van reventando en explosión cósmica como los astros y estrellas que revientan, se apagan y acaban en el universo; cerebral en este caso. ¿A que viene lo que ya está más que dicho? Es para recordarlo y que la gente no se olvide ¡hombre!

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