En recuerdo de Don Manuel Balbuena Pedraza
Por: José Juan Mujica Villegas |
Después
de más de sesenta años andados, son muchas las vivencias, los recuerdos que
quedan en la mente. Como a todos, en mí persiste un sin fin de instantes
puntuales de mi vida que no se han borrado nunca después de que sucediesen.
Aunque lógicamente queden muchas cosas por todo el camino, es en la infancia
donde más lejanas y borrosas quedan las huellas de la memoria. Hay claves
propias de esa etapa de la vida que perduran marcadas para siempre. Una de
estas claves viene a ser, sin duda, la figura del maestro. Hoy nos encontramos
aquí para evocar precisamente la semblanza de una de esas personas que nos
acompaña en una etapa que marca siempre el tránsito por una vida entera. Esa es
la ardua tarea del educador para con sus alumnos, en la que se forjan las bases
del conocimiento, de la convivencia, del respeto…
Con esta premisa, seguro que generalizada en
el pensamiento de todos, nos hemos reunido aquí para conmemorar el centenario
de uno de esos maestros, pero con una singularidad que la hace para los
asistentes a este acto, como para tantas personas que conocieron a don Manuel,
bien diferente a un evento convencional.
Don Manuel Balbuena |
Corramos un poquito para atrás en el tiempo
y situémonos en la segunda mitad de los años cincuenta del siglo pasado. Con
seis o siete años empecé en la escuela de don Manuel (mis padres decidieron
mandarme a ella porque mi corto paso por la escuela particular no parecía
prometedor. De hecho, una educadora les había advertido al respecto,
refiriéndose a mí, que “el niño no tenía ciencia”. Luego se me ocurriría
pensar, como seguro que lo hicieron mis padres al oírlo, que aquella frase
quería decir que el niño era tonto.) Ya en mi niueva escuela, recuerdo algo que
me impactó de aquel primer día de clase con don Manuel: descubrí que había
aprendido a sumar en menos de una hora cuando hasta entonces tal cosa parecía
tarea imposible para mis neuronas. Ese fue mi debut con don Manuel y ese fue el
estreno de don Manuel conmigo. Transcurrido el tiempo me daría cuenta de varias
cosas importantes de aquel hombre. Una, su extraordinaria dedicación, su
encendido amor a la enseñanza resumidos en un afán por conseguir poner los
cimientos del hombre en cada uno de los chiquillos que pasamos por sus manos.
Otra, una singular devoción hacia aquellos pequeños seres humanos que, en época
tan difícil, de tanta pobreza e incultura, necesitaban una mano amable y
experta que timoneara sus espíritus, en muchísimos casos un afectivo sustituto
de una limitada paternidad en tantos hogares de aquellos tiempos. Otra, su
generosidad. Fruto de ella y de la transmisión de su sabiduría nos beneficiamos
de aquellas horas de estudio y ejercicios añadidas al horario lectivo (me
refiero a unas horas de enseñanza y esfuerzo adicionales, la escuela paga;
unas tres o cuatro pesetas al mes para afianzar nuestra personalidad y nuestro
conocimiento. Muchos, lo sé y no porque saliese de los labios del maestro,
fueron los que, al sus padres no poder costearles económicamente esa ventaja,
disfrutaron gratis del mismo tratamiento. Él tenía una familia numerosa a la
que sacar adelante con los parcos emolumentos asignados a un maestro en esa
época, pero su alma generosa le asesoraba diciéndole que su alumnado también
tenía una gran dependencia de él, en el más noble sentido dado a la frase. De
allí, de aquella escuela de Tamaraceite, como estoy seguro que igual sucedió
con su paso por Fontanales, iniciaron su camino chiquillos que luego fueron y
son hoy médicos, farmacéuticos, ingenieros, periodistas, maestros, poetas,
pensadores… y otros muchos que, sin llegar a esas metas, han tenido en sus
manos las herramientas imprescindibles para defenderse dignamente en la vida,
reconociendo aquel punto de inicio vinculado a la extraordinaria persona que
hoy recordamos.
En Navidad, el día anterior a las vacaciones
de esas fechas, la escuela se llenaba de regalos al maestro (cartones de
huevos, gallinas, queso, dulces, frutas…) todos los padres agradecían a don
Manuel la extraordinaria labor que venía haciendo con sus hijos. A mí, cada
año, me correspondía el honor de acompañarle en un taxi, bien repleto de
obsequios, desde Tamaraceite hasta su casa en Alcaravaneras, haciendo casi las
labores de ordenanza, cosa que me alegraba y complacía. No sé por qué siempre
don Manuel me concedió, aparte de otros, ese singular regalo, ser el elegido,
entre tantos, para acompañarlo cada año en ese día señalado. Recuerdo que más
de una vez, su hijo Luis, algo mayor que yo, me acompañaba a la parada y
permanecía a mi lado hasta que cogiese la guagua para regresar a casa. Mientras
transcurría el tiempo hasta que llegase aquel ómnibus de color verde, yo
degustaba un riquísimo cucurucho de helado que Luis tenía la deferencia de comprarme.
No puedo glosar en tiempo reducido las
excelencias y las bondades de aquel sencillo maestro que pasó de forma
llamativa por las vidas de tantas hornadas de chiquillos; sólo, para concluir,
necesito expresar mi agradecimiento, mi cariñoso recuerdo y mi admiración por
una persona que estuvo con nosotros y nunca pasó desapercibida.
Don Manuel Balbuena Pedraza, en el lugar
privilegiado en que esté desde su partida, habrá podido observar muchas veces
que una parte suya se quedó con nosotros
para siempre.
Gracias.
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