Asuntos de santidad
Por Antonio Domínguez |
Hoy les brindo extracto copiado
de un libro, que a mí se me haría prácticamente imposible explicar contenido
por su incomparable claridad. El nombre de su autor, por poco leído y no gozar
“del delirio de las masas”, no lo voy a escribir; sí una migaja de su obra.
Antes hay que explicar el
significado de las voces VELO DE MAYA para que todos los lectores partan desde
mismo punto a comprender. Importante es saber de qué hablamos cuando nos
referimos a un símbolo. En una mitología –que no se nombra para no quitar del
taponazo toda seriedad y fundamento-, Maya es la diosa de la energía vital.
Maya es fundamentalmente incomprensible: no sabemos por qué existe, ni cuando
comenzó. La única forma que hay para rasgar el velo de maya es la visión de la cosa en sí. Dando ya por sabido
cuanto hay que saber para leer lo que sigue, procedemos a exponer lo ya
anunciado.
“Cuando la punta del velo de Maya
–la ilusión de la vida individual- se ha levantado ante los ojos de un hombre,
de tal suerte que ya no hace diferencia egoísta entre su persona y los demás
hombres, toma tanto interés por los sentimientos extraños como por los propios,
llegando a ser caritativo hasta la abnegación, pronto a sacrificarse por la
salud de los demás”.
Ese hombre, que ha llegado al
punto de reconocerse a sí mismo en todos los seres, considera como suyos los
infinitos sentimientos de todo lo que vive, y debe apropiarse del dolor del
mundo. Ninguna angustia le es extraña. Todos los tormentos que ve y raras veces
puede dulcificar, todos los dolores que oye referir, hasta los mismos que él
concibe, hieren su alma (parte enteramente física del cuerpo) como si fueran la
propia víctima de ello.
Insensible a las alternativas de
bienes y males que se suceden en su destino, libre de todos los elevados egoísmos
de pretensiones en el cielo, descubre los velos de toda ilusión individual; lo
que considera casi su ilusión principal. Todo lo que vive todo lo que sufre
está igualmente cerca de su corazón. Concibe el conjunto de las cosas, su
esencia, su eterno flujo, los vanos esfuerzos, las luchas interiores y los
sufrimientos sin fin; por todas partes a donde vuelva la mirada ve el hombre
que sufre, el animal que sufre, y un mundo que se desvanece eternamente; en el
que los remedios son vacuidades de las miles de religiones. Inventos cada cual
más deplorable al pensamiento, inductores a la náusea que aterroriza el vivir.
Desde entonces únense a los dolores del mundo más estrechamente que el egoísta
a su propia persona. Se instala en el dolor. Se olvida de virtudes y pecados.
No escucha premios y castigos. Se ahoga de pena porque sabe que “su reino” está
necesariamente en este su mundo asqueroso.
Admira desde la vaciedad que
observa, todas las formas ascetismo y misticismo; pero no entendidos como
encerrados en una cueva llena de gente con las manos unidas y elevadas como en
grecas figuras, ¡no!; se trata de una introspección en el todo uno del género
humano, que de momento es ignorancia y sufrimiento y en cuanto a misticismo mas
se ignora porque eso está todo en el terreno de la suposición y la fe. Todo lo
demasiado, no de este mundo, le afecta al hombre íntegro, y de amargura, “se
seca como un pejín”. Las contemplaciones y esperanzas baldías, estériles del mas allá. Todo lo demasiado
fácil que se espera conseguir en la gratuita oración (Dios no necesita oír que
es guapo, que es fuerte, que es el amo; no necesita ver desalado a un pobre
diablo para Él ser feliz).
El hombre bueno es el de sin
monsergas. Es el que ante sí se ha levantado el velo de maya. Esto de maya utilizado
como metáfora. Imposible ser religioso y siquiera parecerse al hombre aquí definido; porque yo aun en la antípoda de
cualquier secta, por lo tanto sin haber tratado jamás de mentir a Dios, “soy
malo” (sin ser religioso) y lo asumo. Cuanto daría por conocer un ser humano
como el descrito: bueno. No santo. ¡¡Santos no por favor!!
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