La libertad interior
Por: Luis C. García Correa y Gómez |
La libertad
interior se conquista con una vida coherente, actuando con rectitud o pureza de
intención. Emplear como norma de conducta hacer lo que hay que hacer, aunque no
sea fácil, aunque lo más cómodo sea no hacerlo. Nunca aprovechándose del cariño
de los demás o de su buena voluntad.
Quienes
disfrutan de la libertad interior no buscan la gloria personal ni el aplauso.
Viven con honestidad.
El católico
lo tiene claro: conviene agradar a Dios en todo momento; conviene buscar siempre
la verdad.
Si queremos
alcanzar la libertad interior debemos preguntarnos con frecuencia: ¿hago en este
momento lo que debo? ¿hago las cosas buscando el alago?
San Pablo
aconsejaba: “hacedlo todo para gloria de Dios”. Una buena jaculatoria
para repetir con frecuencia: “Señor, para mi nada quiero”.
Si ésta no
es la intención que nos mueve, ya habremos recibido el pago. Un pago efímero,
poco satisfactorio, como todas las cosas de este mundo.
Para
alcanzar la libertad interior hay que examinar y, en su caso, rectificar, los
motivos que mueven nuestras acciones.
Los falsos
respetos humanos no suelen ser buenos consejeros. Muchas veces nos ponen en
bandeja excusas, aparentemente razonables, para dejar de hacer aquello que
debemos hacer.
Estar
atentos para no descuidarnos y no buscar la recompensa del momento. Sería una
lástima que no hiciéramos el bien por cobardía o por vanidad.
Somos
auténticamente libres, tanto interna como externamente, cuando hacemos las
cosas solamente por Padre Dios. De esta manera no somos esclavos del “qué
dirán”, ni de la gratitud (o ingratitud) humana.
La rectitud
de intención es el fundamento de todos los actos. Marca el camino hacia la
libertad interior.
Somos
libres cuando ejercemos la libertad, interior y exterior, con rectitud de
intención: buscando agradar y servir a Dios y a los demás.
La palma de
la paz, en reconocimiento de las buenas obras, solo se consigue cuando nuestro
fin es aumentar la felicidad de los demás, y sin pedir nada a
cambio.
Ese trofeo
se recibe en el más allá.
En este
mundo hay, sin embargo, un adelanto nada despreciable: la libertad
plena.
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