El poder del silencio en política. ¿Cobardía o decisión?
Por: Tomás Galván Montañez |
¿Supone callar, no expresar una opinión favorable u opuesta, un acto de cobardía? ¿Plantea el silencio, simple en apariencias, un arma potente en la comunicación o una respuesta sin palabras? Cuando la ausencia de sonido puede convertirse en grandes y simples contestaciones y las palabras pasan a otro plano de la comunicación.
Por fortuna, actualmente es posible expresar cualquier tipo de opinión y el claro, más reciente y voluminoso ejemplo lo encontramos en las plazas de España con algunos «indignados» que, disconformes con las políticas que se están llevando a cabo en el país desde marzo de 2011, han salido a protestar con afán de que sus gritos sean escuchados por alguien más que ellos mismos. No solo ellos opinan: debates, columnas de opinión en rotativos, editoriales, sesiones de control al Gobierno y los propios corrillos más simples que se forman en la parada de guagua o en la cola del supermercado para apoyar o criticar las decisiones políticas de última hora, son otras formas de comunicar y mostrarse favorables o no a una postura. Internet, las Redes Sociales, son, sin duda alguna, la forma de comunicación y expresión de opiniones que permiten romper el silencio, y que despertó a la sociedad del letargo en que estaba sumida, sin temor a censura.
En nuestro día a día, el silencio se manifiesta de distintas formas, en contextos distintos y con significados variados, pero, en ocasiones, es el talón de Aquiles de nuestra clase política, que lejos de hacer una fuerte oposición democrática se balancea de extremo a extremo de la soga, desde silencios que otorgan a réplicas insostenibles. No puede permitirse que alguien espete cualquier tipo de acusación creyéndose en posesión de la verdad máxima e irrefutable, y luego pretenda que el resto de ciudadanos, que asistimos atónitos a los ataques de verborrea de la casta política, no podamos rebatirles. Y ya está bien, porque no me refiero a los silencios que valen como respuesta que podemos encontrarnos en nuestras vidas, sino a los silencios temerosos incapaces de aportar algo nuevo bajo el sol; se comenta, pero no se propone, no se duda, no se rebate. Es preciso cuestionar y sugerir. En la política el silencio no vale. Al menos, no debería de ser así.
Entre los escaños parlamentarios, el ejemplo más cercano y rimbombante al tiempo que lamentable lo encontramos en un partido político de nuestra tierra. No se definen en nada; dependiendo de dónde sople el viento, ellos mueven los labios o asienten la cabeza con sumo disimulo. Para situarnos, si en el Congreso se vota algo son contadas las ocasiones en que ellos votan a favor o en contra. Recurren asiduamente a la abstención como respuesta. Se respeta, claramente, que estamos en Democracia, pero la utilizan para evitar posicionarse a la izquierda o a la derecha del pastel, y poder recurrir luego al «no tuvimos nada que ver», «tú más». Silencios. En estos casos el silencio no vale; es signo de complicidad y mentira, como defendía Unamuno.
Y es que el silencio permite a los políticos lanzar excusas y defensas de sí mismos y sus formaciones con cada vez menos credibilidad. Quizá no se dan cuenta, quizá sí. Pero desde luego esos silencios políticos se alejan del deber de hacer fuerte y constructiva oposición. Irresponsabilidad. Exijamos responsabilidad a quienes dicen representarnos.
Pero en honor a la verdad, cuando los políticos hablan, a veces, no mejoran nada, incluso ennegrecen las cosas, por lo que más de uno podría aplicarse lo que debería ser una norma entre los escaños del Congreso, «no hablar si no es para mejorar el silencio».
Ahora empiezo a comprender.
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