Don Pedro Gil en el recuerdo: La memoria de un buen ejemplo.

Por: Sergio Naranjo
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Siempre que llega este momento del año se suele hacer una invocación a la memoria de quienes a lo largo de los últimos doce meses nos han ido dejando. Este ha sido un año particularmente pródigo en esos abandonos, al menos para los niños de mi generación. Se nos ha ido Miliki, y poco más tengo que añadir a una figura como la suya; se nos fue José Luis Uribarri, aquel, entre otras cosas, autor de “Aplauso”, el musical con el nos fuimos desplazando de horario en las tardes de los sábados; Juan Carlos Calderón, presente en el sonido setentero; Tony Leblanc, origen de tantas nostalgias… Habrá más, sin duda, que ahora mismo me dejo en el tintero de las prisas y el resumen.
Pero hay ausencias de personas que sin ser mediáticas sí deben ser recogidas por quienes nos hemos beneficiado alguna vez de su presencia, es de justicia. Han aportado su saber, su experiencia, su parecer, su comportamiento a nuestras vidas; han sumando, nos han ayudado a crecer en lo personal, a tener un fundamento al que acudir en la tribulación y en la afirmación, por qué no, de las ideas que tenemos.
Tengo la fortuna de haber contado alguna vez con el ejemplo, con el trato y en algunos casos hasta la tutela moral de don Pedro. Pedro Gil, ese permanente rostro del Adán del Castillo tantos años, que fue cambiando y adaptándose al tiempo que le tocó vivir desde su maravilloso entendimiento del magisterio más elemental, que para mí, para nosotros, siempre fue, siempre será “Don Pedro”, simplemente y nada menos.
Don Pedro era, en mis tiempos, el secretario del colegio. Era el que ponía temple en medio de aquellos años de contrastes exacerbados, de vehemencias, de exageraciones. Su figura era siempre balsámica, bienvenida, su recuerdo permanece en nuestras memorias: sus andares cojos, su voz gangosa, su sonrisa, su autoridad nunca puesta jamás en cuestión hasta por el más gamberro de los alumnos. Ejemplo de comportamiento, de saber estar, fue quien supo poner en su sitio también a quien no supo ser maestro.
Don Pedro (qpd)
Hoy les dejo con una anécdota de aquellos tiempos, una particular, que evidencia aquellos modos sutiles del cómo una persona se gana el respeto y la consideración general, a modo de homenaje personal en la evocación de su figura:
El jefe de estudios, enfundado en su bata blanca, daba gritos paramilitares a las filas de alumnos, revisaba meticulosamente la urbanidad y llevaba la uniformidad al paroxismo. Día de lluvia repentina, de frío de diciembre, en el patio de arriba, a media mañana, descubre que el anorak reversible de mi hermano, cuando se usa al revés como azul, enseña la costura de color rojo. ¡Inadmisible! Ni corto ni perezoso, puso a mi hermano en la calle. Ni doña Paca, su maestra, pudo retener aquella incontenible fuerza ciclónica de la uniformidad.
Y allá va don Pedro a la V11, a avisarme de lo que pasa, con su vocablo amable y enrollado, para que yo fuera a interceder por mi hermano, quieto en la calle, bajo la lluvia, llorando, sus gafas de estrabismo mojadas. Lo hice entrar, me enfrenté al otro, peleé como un puntal y conseguí que imperara el sentido común. Pero el ganador de aquella pelea se había alejado por los pasillos, cojeando y sonriendo, sin llamar la atención.
Exactamente igual que la noticia de su marcha, don Pedro. Así está usted en mi memoria, sonriendo y sin llamar la atención. Pero ganándome todas las batallas, porque usted nunca peleó, pero siempre ganó.

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