Salir a la calle para reclamar un derecho
Por Luis C. García Correa |
Tener que salir a la calle para reclamar un derecho es una aberración porque pone de manifiesto que la autoridad competente no hizo o no dio lo que debía. Eso es lo que obliga al ciudadano a protestar por sus derechos. Y los derechos, especialmente los derechos humanos, no los concede el poderoso.
En una democracia la autoridad la tiene el pueblo y la delega en quien ha sido elegido en una votación libre, honesta, respetada y aceptadas por todos, para que cada uno, en su puesto, actúe con honestidad, solidaridad y con plena libertad.
La falta de cualquiera de los condicionantes mencionados deslegitima y anula la autoridad, siempre que haya un pueblo honesto y participativo que le quita la autoridad.
“¡La autoridad se legitima cuando hay honestidad en quien la delega y en quien la recibe!”
Si no hay una honesta participación en la unión de un pueblo democrático, la consecuencia es que los investidos en autoridad se vuelven dictadores porque, al no tener de quien recibir órdenes, en este caso del pueblo, se quedan solos, y, se quiera o no, actuarán como dictadores, que serán buenos, malos o regulares de acuerdo con su grado de honestidad.
Para exigir hay que tener autoridad.
“¡La autoridad de un político es la responsabilidad de responder, luchar y actuar siempre para defender los intereses del pueblo al que sirve!
La autoridad de un pueblo deriva de su honesta y participativa unión. Esta se realiza y se ejerce ordenando a la autoridad, elegida democráticamente, que resuelva los problemas de todos.
“¡¡¡El pueblo honesto, participativo y unido jamás será vencido y menos sometido!!!”
El pueblo pasota, despreocupado, ahí me las den todas, y desunido por su falta de participación, delega su inoperancia y mal comportamiento en la autoridad que ha elegido. “¡A quejarse al desierto donde no hay eco!”
El mal, con su poder, sabiduría y maldad, está como un león rugiente que busca a quien devorar.
Los pueblos pasotas y, como consecuencia, desunidos son carne apetecida y muy querida por el mal, que se aprovecha de la inoperancia, el pasotismo y la desunión para buscar adeptos.
La culpa de un político deshonesto y corrupto la tiene el pueblo, cuando permite que siga en su cargo quien debería ser acusado, relevado e inmediatamente juzgado
Por supuesto, la connivencia de una autoridad deshonesta y corrupta con el resto de sus compañeros hace a estos cómplices de su deshonestidad y corrupción.
La permanencia en el poder de una autoridad corrupta y deshonesta es culpa del pueblo que no se lo ha quitado. El pueblo que no sabe o no quiere pedir cuentas.
El bien como el mal son comunicativos y permeables.
“¡Permitir que el mal se enseñoree en una sociedad es culpa de esa sociedad!”
Por el contrario, favorecer y premiar el bien, por su permeabilidad, hace que se transmita a la sociedad, con lo que se genera la espiral del bien, que cada vez crece, se reparte mejor, en más cantidad y a gran celeridad.
La culpa, como todo mal, nunca es singular. La culpa la genera un hecho malo que cuando comparte, hace que sean, al menos, dos los causantes.
El bien puede ser singular si se reparte de tú a tú. El bien no se crea por generación espontánea, sino como consecuencia del bien personal y de los demás.
La autoridad la tiene el pueblo si es honesto, participativo y está unido, de lo contrario la autoridad la tendrán los representantes de ese pueblo falto de valores, de la educación, de la libertad y del amor a los demás.
La libertad se consigue y se tiene cuando hay honestidad, participación y unión. Sin ellas, la corrupción se adueña de la sociedad.
Sin libertad, sin unión y sin la honesta participación surgen los gritos, las amenazas y las luchas callejeras en busca de una solución.
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