El Jesús de Nazaret tamaraceitero del mundo
Por Antonio Domínguez |
Requiere
preámbulo lo que quiero contar hoy. Es harto difícil tratar del
personaje elegido que subió a la cúspide de mis recuerdos. Se me
dirá… pero, ¿qué te importa a tí ningún personaje? Y yo diré
que los personajes me importan y, mucho; porque de todas las
conductas que por cercanas y diarias para mi pertrecho he observado,
evitándolas o siguiéndolas, han hecho la completitud de mi
psicología, a cuan completa pueda ser ¡y no soy de los que
pretenden, y menos piden milagros¡ Esto es que mi completitud puede
estar en poco, es por lo que no pido a desconocidos sabidurías
ficticias que puede que, hasta inconsecuentes y calamitosas sean para
los intereses verdaderos.
Ya
ahora se puede pasar a contar cosas caras al corazón, creo que de
todos; no sin avisarles de la profunda pena en que caí cuando
escribía mentalmente “este artículo”, tendido en el sofá hasta
la llegada de las calladas lágrimas… ahí pospuse. Volví a los
días al asunto, creyendo que mi sentimentalismo estaba recuperado,
pero… ¡qué error¡ cuando comencé a construir la idealización
para transmitir decorosamente el perfil, el frontis y la azotea del
personaje, caí en el abismo de la tristeza porque me di cuenta que
éste había caído en la única solución que tienen los depresivos:
la botella “no habían medicinas”. No se conocía la
benzodiacepina y sus cientos de derivados.
Con
lo dicho, acaban de quedar dos caminos abiertos: el de la enfermedad
y el de la vida del convecino que hemos traído aquí como símbolo
de la cuestión que se menciona. Más allá de la enfermedad, la vida
somete al hombre a atrocidades en que la resistencia del cuerpo
supera todo; al punto que, invita al horror – terror sólo
plantearse esos extremos. Pero claro, ante esas últimas y pavorosas
fronteras de la vida, hay otras intermedias desde donde el individuo
se acomoda abstraído después de la copa con que se pone en huída
de la ansiedad y de lo que se la produce.
Ese
era el caso de nuestro conciudadano, al que no obstante, unimos a él
todas las formas iguales de vida que como él eligieron, cuando
eligieron las mimas. Nunca intentó subir a luchar por la vida; se
inclinó helado y de una pieza ante el marasmo de sus angustias;
terrorífico asombro de plantearse prescindir del sopor alcohólico;
ya no se sabe si más grande la desesperación que le llevó a él.
También
se entrecruzan aquí conceptos, pero especialmente dos: sentimientos
y emoción. Un sentimiento da rodeos mayores que la emoción.
Emocionante es ver a un hijo hacer marroquinerías y barroquismo con
la oratoria. Para otros verles jugar en un gran equipo tirando y
metiendo faltas desde medio campo; y por lo que va saliendo, los
sentimientos son de más amplio espectro y circunscritos al plano
totalmente general.
No
son lágrimas de emoción las que inspiran con el bolero “Amar
amando” esa chica casada de Arucas y con varios hijos; componente
ella de las encantadoras. Es un sentimiento de eso que siendo parte
material del cuerpo se le llama alma. No tiene por tanto nada que ver
con las emociones que son otra cosa. Así mismo (cómo abre Mariví
Cabo, como le da la gana, mi estanque de lágrimas con su
interpretación de Los Aires de Lima de Valsequillo)
Como
es natural para decir 1) de la enfermedad alcohólica y 2) cómo y
por qué se propició y cómo se vivió esa consecuencia; y dilucidar
de dos conceptos: emoción y sentimiento se había de invadir, como
mínimo un folio más. Que ésta no es lectura de amplio espectro, lo
sé. Bastante torturante es la reseña telegráfica obligada en un
artículo; para decir lo que en las grandes márgenes un libro “se
había de ser torero”. Pero si esto se leyera, gustara y asumiera,
no estaríamos sino en la manifestación de la relatividad de las
cosas; que no es más que una regla de tres directa: a más
tolerancia y sacrificio en la lectura, más formación. Si quedaran
las cosas en esa masa relativa, ya no tendría importancia lo que
aquí se dice porque se estaría en un estadio superior y los saberes
serían mucho más complicados y habitaríamos en lo mismo, a escala
más elevada y en ningún caso se me leerá (relativamente).
Bueno,
tratando de terminar y haciendo esto chiquitito, para descanso de los
que sufren leyéndome, para los que no les queda más remedio que
hacerlo para ver lo que digo… 1) la borrachera y él era el
silencio en persona, 2) nunca se paró ante un sufrido cristiano la
poca gracia y la desgracia de su embriaguez, 3) nunca fue de vómito,
no tenía dinero para excesos y sobredosis, 4) de higos a brevas se
caía en la calle a dormir, 5) jamás se rió de nadie, ni de sí
mismo, 6) de tarde en tarde sonreía fugaz, a veces a ese gesto
acompañaba las únicas palabras que alguna vez decía (no le oí
nunca ningunas otras), siempre decía: A MÍ SE ME DA IGUAL. Honesto,
nunca cometió el olvido clásico del gremio: olvidarse de cerrar la
bragueta después de orinar. Fundido en el ambiente, pasó la vida
desapercibido; la tendencia de los otros era no notarle como persona.
Era
mejor que Padre Dios, porque él –de serlo- jamás permitiría
matanzas de niños con bombas, por eso, el pueblo entero en un
acuerdo sin verbo, por dar él todas las señas de infinitamente
bueno, se le conoció por “Padre Dios”: el único Padre Dios que
ha tenido SAN LORENZO DE TAMARACEITE y ¡nadie más! Santos que se
auto santifican hay, santos verdaderos, aquí, no ha habido ni uno.
Lea
otra vez, no se avergüence de no comprender de entrada totalmente
–si es el caso-; esto no está hecho para lectores de periódicos.
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