La productividad

Por Luis C. García Correa  

El trabajo nunca ha sido un castigo, todo lo contrario.

El trabajo es un medio por el que el hombre se hace partícipe de la creación; es un medio para conseguir los recursos necesarios; contribuye a la perfección humana y a la perfección sobrenatural.

"¡El trabajo, para los creyentes, si es ofrecido y ejecutado por y con amor, se vuelve un tesoro de santidad!"

"¡El trabajo es un talento que recibe el hombre para hacerlo fructificar!"

"¡El trabajo es un vínculo de unión con los demás, fuente de recursos, y un medio para mejorar la sociedad!"

"¡¡¡Pero necesitamos la productividad en el trabajo!!!"

La diligencia en el cumplimiento, la constancia, la puntualidad, el prestigio conseguido por el buen comportamiento y la competencia profesional son absolutamente necesarios para un buen y santo trabajo.

Por el contrario, el escaso interés, la incompetencia, la negligencia, el absentismo laboral, las chapuzas etc. son incompatibles con el sentido honesto y cristiano de la vida y del trabajo, y es un mal ejemplo que ofende a la sociedad.

La pereza es el gran enemigo del trabajo. Una de tantas manifestaciones de la pereza es escoger las ocupaciones según el capricho del momento.

Por lo dicho creo queda acreditado que debemos esforzarnos por adquirir una adecuada y eficiente preparación profesional, que seguiremos incrementando toda la vida, para ser realmente eficientes y productivos.

No hay trabajo ni empresa que pueda funcionar sin productividad, tanto por el empleado como por el empleador, tanto por el trabajador como por el empresario.

Y esto es para todos los órdenes de la vida: el estudiante con sus estudios, la madre de familia en su casa, el trabajador en su empresa, el empresario en su empresa, todos tienen que ser productivos y eficientes.

Los católicos lo tenemos bien claro, y podemos considerar las palabras del Concilio Vaticano II: "el cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación"

Añadamos que el prestigio profesional, el prestigio, de un buen trabajador, se gana día a día, con un trabajo silencioso, cuidando hasta el último detalle, hecho a conciencia, sin darle importancia a que sea visto por los hombres.

No tenemos excusas para no trabajar con intensidad, con perfección, sin chapuzas, con productividad y con profesionalidad.

El prestigio en la profesión u oficio, en el estudio el estudiante, el ama de casa en su familia, etc. tiene enormes repercusiones inmediatas en los compañeros, en el colegio, en la familia. Este comportamiento es un ejemplo y un medio que ayuda al deseo y a la realidad de acercarnos a Dios, y acercar a los demás a Dios.

Por supuesto, a ese comportamiento honesto y profesional competente, se nos añaden otras virtudes: el espíritu de servicio amable y sacrificado, la sencillez y la humildad para enseñar sin darse importancia, la serenidad –para que la actividad intensa no se convierta en activismo-, así como el dejar la tarea y sus preocupaciones a un lado cuando ha llegado el momento de hacer un rato de descanso, de atender a la familia, etc. etc.

El trabajo no debe ocupar el tiempo que le tengamos que dedicar a la familia, a los amigos, a la distracción. Esto sería una deformación.

Los creyentes nunca debemos olvidar que debemos encontrar a Dios, cada día, en medio y a través de nuestros quehaceres, cualesquiera que éstos sean, y en los momentos que sean.

"¡Que nuestro trabajo sea un ejemplo de laboriosidad, y que sea un servicio a la familia, a la empresa, y a la comunidad, haciendo la vida agradable a los demás y a nosotros mismos!"

La productividad del trabajo, serio y eficaz, hace que no sólo parezca bueno, sino que lo sea de verdad.

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