MENS SANA IN CORPORE SANO: ¡DEMASIADA SANIDAD!

Por Antonio Domínguez  

El mundo antiguo nos ha legado dichos populares creados a su imagen y semejanza; es decir, frases llenas de sabiduría que han nacido de las costumbres, las tradiciones y el contexto sociocultural de dichos pueblos del pasado. El mundo moderno, por su parte, ha tomado dichas expresiones como principios axiomáticos sin pararse a pensar en la utilidad que tuvieron tiempo atrás; una que seguramente no tenga nada que ver con la actual. En este artículo intentaré, en la medida de mis posibilidades, analizar los orígenes y la posterior evolución de la expresión latina mens sana in corpore sano, traducida en lengua vernácula como “mente sana en cuerpo sano”. ¿Seré capaz en algún momento ir más allá de dichas posibilidades y ampliar mis propios conocimientos para entender mejor este concepto? Tal vez no. Y es una pena, porque hacerlo me brindaría la oportunidad de reforzar la verdad empírica de mi explicación. Aun así, lo haré lo mejor posible. 

Pero me centraré en la frase que me ha llevado a reflexión. En realidad, siempre se ha interpretado equivocadamente; porque lo que quiere decir “mente sana en cuerpo sano” no es, ni por asomo, que un cuerpo sano ha de tener una mente sana y viceversa. De hecho, “mente sana” debería interpretarse como “mente superior”, si bien no se emplea para no modificar el latinismo y confundir a los posibles receptores del mensaje. En cualquier caso, la expresión fue, naturalmente, creada por los pueblos itálicos, y en Roma fue empleada en gimnasios, baños, masajes y saunas con el fin de impedir la entrada de los especímenes no-sanos, pues al ser defectuosos causaban vergüenza. Así, con esa frase, y con otras por el estilo, se constituían los primeros eufemismos o filtros diplomáticos de la Antigua Roma; los cuales, en caso de ser desobedecidos, generaban insultos duros y expeditivos hacia los sujetos que habían osado hacerlo.

También Grecia, antecedente directo de Roma, era muy reticente a la fealdad y la insalubridad del cuerpo, y por ello triunfaban aquellas costumbres capaces de mantenerlas en la raya no pro pasable. Todos sabemos, por ejemplo, que raro era el señor que no tenía un muchacho propio, ¡incluso teniendo mujer e hijos! Las sociedades de aquellos tiempos eran, en su mayoría, nefandas, hasta que la Iglesia hizo acto de presencia e instauró su concepto de 'pecado'. En fin, toda esta introducción tiene el objetivo de empezar un arriesgado aterrizaje en el mundo de ese latinismo; buscando el significado de “mente sana en cuerpo sano”; y además, mi explicación es altruista, pues no abusaré de la confianza del lector solicitándole otra explicación a cambio. “A caballo regalado...”.

Ha quedado claro, para aquel que sepa verlo y comprenderlo, que, en lo que respecta a saber entender o no, el cuerpo y la mente están disociados. El cuerpo envejece, pero, a medida que lo hace, la mente consigue funcionar cada vez mejor, pues se va haciendo más selectiva; y esa evolución solo puede entenderse como un perfeccionamiento de sus funciones. En otras palabras, negamos (a la vez) que el cerebro dependa del envejecimiento del cuerpo. Esta paradoja daría para una discusión bastante más técnica, pero solo podría abordarse desde el rigor del método científico y es mejor dejarla para otra ocasión. La cuestión es que el ser humano pule su mente constantemente –¡muchos muy poco y muy pocos mucho!–, al menos hasta que llega el inevitable declive de la senilidad, que en ocasiones se presenta de la noche a la mañana.

En cuanto a las grandes pérdidas de memoria, si no son también fruto del estropeo progresivo del cerebro o de la acción de las drogas-medicamentos, también hay que entenderlas como una sobredosis de conceptos aprendidos, a veces tantos que desbordan la cabeza; la cual, por supervivencia acaba desechando aquellos que no emplea de forma activa. El hombre, con los años, abandona toda vacuidad y aquellas ilusiones inservibles, que desaparecen siempre a medida que crecen sus desengaños. Esos desengaños también se autoexpulsan con el tiempo al limbo de la nada, o, dicho de forma menos poética, a lo más profundo del subconsciente. Son heridas avergonzadas ante una conciencia madura que ya no las quiere y que, de paso, se va purgando de las mentecadas que la castigan desde la pubertad y la juventud en sí. La juventud, de hecho, aborda lo extenso no porque su cerebro sea más poderoso (todo lo contrario), sino porque tiene que experimentar de todo para luego decidir con cual de todas esas experiencias desea quedarse; y eso lo averigua a medida que avanza su vida. Poderosa sí que es, por todo ello, la memoria del viejo, usada solo para aquel par de cosillas en las que todavía consigue creer; y las domina de cabo a rabo, pues ya no tiene que lidiar con esas otras que desechó tiempo atrás por prescindibles e impropias de su ya saneada razón.

Veámoslo desde otra perspectiva. ¿Por qué no creo yo en esa antigua afirmación tan acuñada y reacuñada a lo largo de los siglos y hasta nuestros días, la de “mente sana en cuerpo sano”? Porque, si bien pretende constatar una verdad muy profunda, en el fondo no dice absolutamente nada. ¡Es una enorme machangada! A ella se acogen aquellas personas que permiten que su pensamiento sea adoctrinado y dirigido, y que, por lo tanto, se han creído de verdad la falacia de que la mente no tiene ninguna posibilidad de estar sana en un cuerpo insano. Ahora mismo, mientras ustedes leen esto, hay no pocas personas hospitalizadas con el cuerpo depauperado por culpa de las llagas causadas por todas las camas a las que han tenido que ser trasladadas, y alguna, no todas ellas, tienen un cerebro prodigioso. Y por si la situación no es ya lo bastante trágica, son cerebros que ni los enfermeros son capaces de detectar, porque la cara de aparente estupidez de los pacientes, que gestiona el sufrimiento, causada por el padecimiento, los lleva a engaño. Digna de mención es, de todas formas, la toletez de dichos enfermeros, que no saben observar; y añado que ya quisieran algunos dirigentes de Canarias disfrutar de uno de esos cerebros prodigiosos aunque fuese durante un solo día de fiesta.

Pero no nos desviemos del debate en el que estamos inmersos. En lo que se refiere a encontrar ejemplos que respalden mi punto de vista, hay algunos con los que cobra fuerza esa teoría que afirma que no ha habido ningún fuera de serie que no haya muerto joven o que, en su defecto, no tenga úlceras, asma, etc. El cuerpo sano, por tanto, puede ser sinónimo de torpeza, de hedonismo, de vagancia, etc., pero nunca de mente sana. Aunque sería lo ideal, es imposible tener al mismo tiempo una cabeza que piensa a un altísimo nivel y un cuerpo en plena forma; sería como intentar ganar una guerra con los estandartes del amor y de la paz. Más bien, lo que se conseguiría sería que la cabeza y el cuerpo se corrompieran y se destruyesen mutuamente. Así pues, tener mente y cuerpo igual de sanos es imposible, y, por definición, lo imposible es utópico. No obstante, sí es posible aceptar la idea de la disociación entre cuerpo y mente, que valida la realidad de que en un cuerpo sano no hay cerebro pero, en caso contrario, el cuerpo suele “caerse a cachos”.

Y es que el cerebro es un misterio, pues puede ser digno de elogio incluso en los casos en los que aparentemente no debería serlo. Destaco, sin ir más lejos, la inteligencia generalizada de las personas asmáticas, a pesar de su incómoda dependencia del oxígeno. Y es que lo sé por experiencia gracias a lo mucho que he observado a don Juan Cruz Ruiz, paradigma de mente privilegiada en cuerpo asmático. No he conocido todavía a nadie con más capacidad que él para hablar de personas y cosas insulsas con inteligencia y gracia, y eso que los auténticos poetas y literatos se extinguieron hace medio siglo mal contado. Por otra parte, el hambre, la tuberculosis o la decadencia corporal producida por el encarcelamiento han dado origen a inolvidables joyas de la literatura universal. ¿No fue Nietzsche, acaso, el más grande –educador– sifilítico? ¿No es Stephen Hawking, como mínimo, cojo? Son ejemplos más que sobrados de que un buen cerebro no está del todo condicionado por la falda de oxígeno o por la necesidad de azúcares o aminoácidos. Su alimento fundamental, que es el conocimiento, lo puede obtener incluso desde el cuerpo más enfermo del mundo.

Va siendo hora de concluir y qué mejor forma de hacerlo que recapitulando la tesis que he intentado demostrar, y espero que con éxito, en esta disertación: que un cuerpo sano rara vez puede tener una mente sana, porque una mente sana conduce a pensar y eso, por extensión, estropea el cuerpo. De todo ello se deduce que un cuerpo que continúa estando sano durante muchos años es producto de una mente torpe, mientras que una mente sublime nunca puede ser fruto de un estado físico exquisito, sino todo lo contrario. ¡Y si está hecho polvo, mejor! Y es que, como dice mi hermano Perico, “cerebro y mente no son la misma cosa: la mente es el todo del hombre y el cerebro, su instrumento”. Eso sí, él no quiere, de ninguna manera, introducir el concepto del alma en esa dicotomía; y en parte me enorgullece que no quiera dar su brazo a torcer. De todas formas, que esté o no el alma implicada es irrelevante; aunque si eso sirve para dar todavía más fuerza a ese motor llamado cerebro que usted, lector, tiene en la cabeza, ¡pardiez!, eso significa que está preparado para experimentar emociones más complejas que aquellas que sintió con el triunfo de la selección. ¡A correr!

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