El destierro de la buena educación

Por Tomás Galván
Que septiembre es por excelencia el mes de los reencuentros, lo sabemos todos. Y si no, basta con acercarnos a la entrada de cualquier colegio estos días para comprobar el nivel de emotividad y cordialidad en los abrazos que se intercambian los compañeros, con una mezcla de nostalgia y energía. De hecho, en la mayoría de las ocasiones, es el impulso que pone el semblante más amable en la vuelta al cole. Pero luego hay otros que, simplemente, se encuentran. Son los que empiezan el colegio por primera vez y que se tropiezan con otros novatos en un camino que, sin querer, van a trazar juntos y cuya duración solo se sabrá con el paso del tiempo y de las circunstancias. 

Sucede que en la vida hay muchos septiembres, y no lo digo por aquello de poder recuperar asignaturas pendientes –que no estaría nada mal- sino por los tesoros que, con fortuita causalidad, aparecen en nuestro camino, en el que es un continuo inicio del colegio. Hallazgos que son siempre enseñanzas y experiencias. Encuentros con olor a nuevo tramados por una mano sabia que nos lleva al lugar e instante adecuados para empezar a forjar, quién sabe, la que puede ser una amistad o, en su ausencia, el intercambio más enriquecedor en un momento aleatorio, sin dejar de ser, por ello, un encuentro formidable. Para los pequeños, ese encuentro se germina en su cole. Para nosotros, quién sabe. 
Recuerdo que hace no mucho tiempo leí en algún sitio esta simple y hermosa frase, la cual me llevó a revivir esos momentos de apertura de curso: «Un "hola" puede ser el inicio de una amistad». Me conmovió, lo reconozco. Al segundo de meditarla pensé en esas personas que han llegado a nuestra vida sin explicación aparente y que se han convertido en auténticas luces en el camino. Algunas de ellas funden, no seré quien lo niegue, pero esto ayuda a distinguir los bombillos. El caso es que también activó una alerta. ¿Cuántas veces omitimos la existencia de las personas que nos rodean por dar protagonismo a un yo bien alimentado? ¿Cuántos "holas" habremos negado por el simple hecho de estar compadeciéndonos de nuestro vivir? ¿Cuántas han sido las ocasiones en las que hemos obviado el saludo a ese conserje o a esa administrativa porque, según nosotros, los vemos a diario? Dos últimas preguntas: ¿cuántos amigos de los que hoy nos hacen vibrar habríamos perdido si, en vez de saludar, hubiésemos agachado la cabeza y sacado morros? ¿Cuántos desconocidos de los que se han convertido en maestros del tiempo hubiésemos condenado a la pérdida por dar vía a la pereza? Quién sabe. Es evidente que sería una osadía, por no clamar una temeridad, desear tejer una amistad con cada una de las personas que se cruzan en la vida. No habría tiempo de mimarlas a todas, de echarles agua, abono y esos inventos que fortalecen y permiten el crecimiento. Pero tampoco nos engañemos: esto no significa que la actitud de bordes haya de imperar por las calles, o en el lugar de trabajo, o en la parada de guagua. Tampoco en la puerta del colegio. La rutina no justifica la mala educación. El mundo, aunque lo creamos, no es el motivo de nuestro enfado. O no debería serlo. La actitud de ciudadanos, ¡de personas!, tendría que sobreponerse a ello e intentar afinar el mundo. Y nuestro saludo puede lograrlo, porque quién sabe si nuestro simple “hola” puede levantar el ánimo a alguien que no está en su mejor día. Quién sabe si nuestro forzado “hola” puede hacer sonreír a un anciano que hasta ese momento se preguntaba si era importante para alguien más que la funeraria. O quién sabe si en dos días, o dentro de tres años, nosotros deseemos encontrarnos con un ángel que nos mire a los ojos y nos salude, para volver a tomar aliento y recordar la importancia de un animado “¡Buenos días!”. Y de todos los que tragamos.

Así que, quién sabe si a esos pequeños que empiezan el colegio por primera vez les unirá algo más que el llanto de los inicios. O quién sabe la belleza de las personas que encontraremos de aquí al próximo saludo. Solo pregunto quién lo sabe.

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