La Cultura y la mediocridad

Por: Tomás Galván Montañez

Por usual que sea no deja de sorprenderme que existan personas que juran y perjuran que todo en la vida viene dado sin mover un solo dedo. Desde luego que están en su derecho inalienable de creer lo que deseen, faltaría más, pero lo que realmente me descoloca es que para autoconvencerse de sus teorías baratas y sin fundamento alguno, despotrican y apedrean a los que estamos convencidos (y más que convencidos) de que la única forma de lograr algo es trabajando. Como leen.
Aun así, todos los días sale algún zoquete –el de turno, ese que no tiene otra cosa que hacer que asistir como espectador al descalabre general mientras come uvas y da órdenes con el dedo- que no duda en sostener que la forma para obtener un logro o solucionar un conflicto es estar sentado en el sofá de casa; eso sí, con el oído finamente desarrollado por si llaman a la puerta con un pedido de la mismísima vida poder recogerlo.
¿Qué sucede? –preguntamos muchos-, pues es bien sencillo, y voy a proceder a argumentar como mía, y más que mía, esta opinión pronunciada desde la perspectiva de un adolescente al que no le queda otra que adaptarse a los vertiginosos cambios del mundo sin dejar por ello de ser feliz. En esto consiste el juego, ¿no?
El caso es que se nos ha dado todo hecho. O casi todo. Nosotros, los jóvenes de ahora, nos hemos ido encontrando con una sociedad, la española en este caso, con un ritmo de vida alto, bueno, admirable –en apariencias, claro- en la que las metas y los objetivos se alcanzaban con la palma de la mano, sin esfuerzos, sin sudores; se presentaban soluciones magníficas que erigían proyectos tan interesantes como aburridos. La vida se situaba entre utopías y quimeras disfrazadas de realidad, de la pomposidad y el alardeo que desde siempre nos han acompañado. Pero, claro, como todo lo que sube no tarde en bajar, cuando llega el momento de pagar las consecuencias de los excesos, nos echamos las manos a la cabeza. Nuestras malas costumbres pasan factura, y eso duele. Cuando el orgullo parece temblar, agachar la cabeza, previo reconocimiento del error, no gusta a nadie.
Ante tal situación de desvarío y prostitución de los valores por intereses de colores y siglas, toca hacer una cosa: no rendirse. Precisamente es necesario que nos esforcemos más por ser los mejores, por dejar huella en una sociedad donde se ha puesto de moda pasar de puntillas. Nos toca movernos –se lo digo a mis coetáneos- y sudar la gota gorda como hicieron nuestros abuelos y nuestros padres. Nos guste o no, es el momento que nos ha tocado vivir: un tiempo convulso del que somos protagonistas.
Es, por tal razón, que no podemos conformarnos con asistir a la realidad como meros espectadores que, tras ponerse las gafas de la indiferencia, obvian cuanto pasa ante sus ojos. Se necesita compromiso, valentía y objetivos. Cada día que pasa, estoy más que convencido de que nadie nos regalará nada: las notas no caen del cielo, la calidad no es un accidente, la excelencia no es un regalo. Y es aquí cuando exclamo: excelencia, ¡qué gran valor ahora desterrado! Mediocridad, ¡qué cualidad defectuosa tan común y promulgada! Quieren que seamos mediocres y presumamos de ello. ¡Me niego a ser un uno más que ignora que toca trabajar y aunar esfuerzos para salir de esta situación!
La única forma de ser grandiosos, excelentes, es con el trabajo y el esfuerzo diario, el que agota pero reconforta. De ahí la importancia de fijarnos metas, no a cincuenta años, sino cortas, cercanas, pero que requieran de sacrificio. A nadie le gusta esforzarse: el camino agota, el sol aprieta, el viento aturde… pero es lo que hay. Aceptamos las reglas del juego nada más nacer aunque las hayamos ido descubriendo conforme hemos aprendido a caminar solos. La cima de la montaña no se alcanza con magia ni mucho menos; la cúspide se alcanza con paciencia y esfuerzo. Haciendo caminos, como rezan aquellos versos de Machado.
Y sucede que ahora la lupa está sobre nosotros, pero las metas son las mismas, están en el mismo sitio, no se han movido. Ni lo harán. Lo que ha variado ha sido el camino, ese que antes, básicamente, no se hacía. Ahora toca dar pasos o pasitos. Da igual. Lo importante es caminar. Quien quiera conseguir algo, que se eche a andar sin miedo, con valentía y con la cabeza bien alta. Es momento del compromiso, de la apuesta por los valores, del retorno de la dignidad y la lealtad hacia lo que hacemos y lo que pretendemos lograr.
Pero, es evidente, que quien prefiera esperar para que le caigan cosas del cielo y seguir flotando en su nube de ilusiones perjudiciales puede hacer; eso sí, que se siente, porque acabará cansándose de no conseguir nada. Luego se quejará, se lamentará. Por mi parte, en cuando termine de escribir este artículo, me levanto a seguir caminando. Insisto, es lo que toca

Comentarios

Sergio Naranjo ha dicho que…
Se decía lo mismo de mi generación, pero menos mal que no todos nos lo creímos.
Ahora resulta una bendición leer artículos como este, cuando esta generación tiende a aumentar el pasotismo.
Buen día.

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