Verde que era el barranco

Por: Pedro Domínguez
Herrera

Los recuerdos de la niñez, parecen envueltos en nebulosas,  como si fueran ensueños que perviven en nosotros y quizás sea explicable porque no somos lo que fuimos; en lo físico y en lo mental. El cambio que se genera en nosotros es tan antagónico, que si no fuera que se produce  día a día, minuto a minuto, no nos reconoceríamos a nosotros mismos. De ahí, el recordarnos como si de otra persona se tratara, por inamovible, pues todo lo que fue y no es, esta acabado. Con esto vengo a decir, que le debo cariño, nostalgia y agradecimiento, al entorno donde me crié. Fui afortunado porque viví mi niñez en Los Dragos, en  el lomo que esta frente a La Casa Pico, desde allí se divisaba un  valle de plataneras, en las riveras del barranco, por lo que quiero con unas pinceladas, mas bien brochazos, recrear este recuerdo en consideración del niño que fui                                                                     Atrás por el año sesenta, en una mañana fría, que en los albores del día, el sol con sus nacidos rayos atravesaba los nubarrones, clavando y proyectando su luz en las calcáreas tierras de Los Giles. El niño desayunó lo que había, reviso el bulto, un pequeño saquito hecho con tela en desuso, mas de pantalón que de camisa, con una tira para colgar al hombro, en el solía llevar el Alvares segundo grado, un libro que tenía todas las materias del curso y se  repetía el mismo, un par de años,  hasta hacer el examen para entrar al instituto, una goma o un trozo de miga de pan para borrar, un lápiz ,libreta y plumín para escribir. La tinta era gratis, la hacia el maestro Don Manuel Balbuena (gran persona gran maestro) con una pasta de color y agua.                                                                                                                  Se calzo las alpargatas, que se hacían en La Montañeta, con trozos de goma de rueda coche y lona. Los calcetines y los zapatos de la comunión que ya le apretaban, eran para ir a misa y a salidas fuera del pueblo. Bajo por el camino de la finca de Don Juan Díaz  haciendo un pequeño rodeo. La noche había sido de viento y desde la cama pensó, que de los naranjeros que asomaban por el  taja vientos de la finca de La Casa Pico, seguro que habían caído algunas naranjas y encontró unas cuantas rajadas por el choque contra las piedras. Antes de comerlas pensó, acabo de desayunar leche y me pueden hacer daño- ¡Ah!, fue leche en polvo, no se corta la digestión.                                                                                                                              Siguió andando por el barranco; las mas variopintas plantas se sacudían la escarcha de la noche, pitas con sus erguidos pitones, donde avispas y abejas revoloteaban y libaban del néctar de sus flores, los tarajales, los cardos tiernos y lilas. Al arrancarles la flor, tenían como una exudación rojiza a la que los niños llamábamos la sangre de Cristo. También habían palmeras, tártaros, mal gustos, tabaibas, juncos, cañas, zarzas, tuneras indias, verdolagas, quemones para los pájaros,  pegaderas, y un sin fin de yerbas que eran alimento de las cabras de La Montañeta.                           El barranco estaba en el esplendor de la primavera, el agua fluía del desangre de las fincas constantemente, formando un riachuelo y hasta donde se extendía la humedad, las plantas agradecidas se mostraban con verdes tiernos, amarillos y otros luminosos colores. El las bandas que formaban el cause las plantas mas resistentes a la sequia. En el charco de La Casa Pico, los chiquillos se bañaban desnudos en aquella agua infecta. A veces llegaba una madre en busca de su retoño, le quitaba la ropa trayéndolo desnudo y con una alpargata dándole en las nalgas hasta el Alpendre de los González                                                                                                   Los tarajales servían de protección de las fincas para cuando corría el barranco, también había higueras. Como hecho gracioso, una vez ,Maestro Ginés, al final de sus años mermado por el alzhéimer, haciendo circulo de piedras para proteger el tronco de un tarajal, al terminarlo se quedo dentro  y a los gritos de auxilio hubo que ayudarle a salir El Barranco era el campo de batallas  de los chiquillos, con sus tiraderas; muchos de ellos tenían puntería asombrosa. ¡ Le daban a un pájaro pendiendo  de una rama! Por doquier se veían lagartos desrabotados. puercoespines,  conejos, arpupuses (abubillas) pájaros canarios, aniceros, pintos, palmeros, libélulas, lagartos..                                                          Quizás otro día cuente algo mas de las idas y venidas a la escuela; la vida que allí había. Si algo que  hay que salvar del entorno es el Barranco, donde haya que taparlo se tapa, pero dejar algunos trozos, verdes y limpios, donde iría conectando el pretendido Corredor  Verde
              

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Puedo decir que es verdad la preocupación que acompañó siempre a Perico: su Tamaraceite.
Yo he hecho cantos de alabanza a sus aires y él se los hace ahora a sus hierbas y a sus caminos reales; no metafísicos ni metafóricos, como lo hiciera cómodamente un tal Machado, que los discurría imaginativamente (los caminos).
En cuanto a las hierbas en poéticas ensenadas, prados poliverdeados, orillas de tierras de labor, esas, todas esas, (hiervas) salieron en otro tiempo hechas leche de la ubre de la cabra (vaca del pobre), para con gofio, para queso y mantequilla. Por consiguiente ¡no se ocupa de pequeña cosa Perico!. De mayor enjundia, por lo menos económica, la vegetación, que las brisas.
La intencionalidad de Perico en lo que él aquí ha tocado, (que no versa solo de hierbajos) digo, conociéndole, que no se alcanza la altura literaria natural en él, en esta prosa de sentimiento poético; que ha de expresar en verso, al tratarse de un artículo, este suyo, de altísimo contenido lírico; para mandar las peras a la plaza, como nadie en todo Tamaraceite en peso.

Antonio Domínguez Herrera.

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