Abuelo, y más

Por: Tomás Galván Montañez
Será porque conforme voy creciendo la fugacidad de los días y de las noches se hace más evidente sin hacer falta siquiera contemplar embelesado el reloj de la pared. O será, quizá, porque mi corazón de adolescente despistado ha empezado a percatarse del surgimiento de un motor de vida reforzado que empieza a latir con regularidad dentro de mi ser en circunstancias diferentes. Podrá ser, también, porque la necesidad de pasar tiempo con los míos se hace latente y vital, para terminar de coger aire y salir por completo al ruedo del mundo adulto que me espera al otro lado de la puerta. O, quizá, porque es hora de sentarme a teclear un rato al tiempo que me dejo seducir por las sensaciones. El caso es que, movido por lo anterior, ajeno a ello o con la combinación secreta entre algunos factores, me he levantado esta mañana con ganas de gritar al mundo cuán afortunado soy por poder celebrar, en este día de febrero de frío y aceras empapadas, que mi abuelo cumple 85 años. Compartir la que ha sido una vida de lucha, entrega, trabajo duro y fe, que atardece lentamente en la medida en que el poderoso sol sucumbe con ternura a la elegante luna. Así es como Dios, todocariñoso y buen maestro, ha esculpido en su rostro unas huellas que reflejan la incansable labor que ha desempeñado durante una vida de contrastes, aprendizaje y familia, para poder otorgar veracidad al hecho de que la ternura y la belleza existen por mucho que el tiempo insista en derruirlas. Con su pincel, ha pintado sabiamente en tonos grises un cabello que concede sabiduría y experiencia, galones a los que todos aspiramos. La admiración que profeso por mi abuelo, y en general por todos los abuelos que construyen un mundo más humano, es tan eterna como el cielo. Contemplarlo cada mañana a través de la mirada del niño que fui, es un privilegio efímero que agradezco a cada instante, en cada suspiro, en cada amanecer. El ruido de la calle, ese que aturde y marea, se desvanece nada más entrar en casa y poder compartir charlas y experiencias con alguien que embelesa con su carácter de soldado de la amistad. Un regalo de hombre. Un refugio humano de cariño y comprensión. Una lección continua que enseña que ante la adversidad, solo la calma y la fe pueden salvarnos del horror. Y sorprende esto porque nos pasamos la vida buscando en la calle a gente extraordinaria para que influyan en nuestras vidas cuando, osaría a aventurar sin temor a equivocarme, todos tenemos a personas extraordinarias y únicas en nuestro día a día, con nombre, apellidos y una historia de novela que ignoramos y que, de prestarles atención, nos encumbrarían entre lágrimas y sonrisas al éxito de la vida que, según voy descubriendo, no es otro que saber reconocer a los ángeles terrenales que nos enseñan el camino. Por fortuna, puedo ser consciente de que en mi vida hay ángeles que con el movimiento de sus alas, me oxigenan cuando el mundo quiere ahogarme. Gracias

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