La tibieza

Por: Luis C. García Correa y Gómez
La tibieza es una enfermedad del alma. Afecta a la voluntad y a la inteligencia, empobreciendo nuestros actos.
Comienza debilitando la voluntad, como consecuencia de frecuentes faltas que cometamos y dejaciones, obscureciendo a la inteligencia.
La tibieza nos hace ir cambiando en la vida interior. Las cosas que eran trascendentales se vuelven rutinarias, y ya no se hacen por amor.
Sufrimos cambios importantes, disminuyendo el valor de lo grande.
Afecta al trato con Dios porque se pierde la prontitud y la alegría de todo lo referido a Él. Se deja de ser un enamorado de Padre Dios. Se ve al Señor como un ser lejano, inconcreto, de rasgos poco definidos.
Un cristiano tibio es un alma cansada en el deseo de cambiar. Está de vuelta.
Santo Tomás considera la tibieza como “una cierta tristeza, por la que el hombre se vuelve tardo para realizar actos espirituales a causa del esfuerzo que compartan”.
Los tibios no son la sal de la tierra. Son la sal desvirtuada.
La tibieza no es la aridez. En la aridez, la voluntad está firme en el bien. Permanece la verdadera devoción, que Santo Tomás define como la “voluntad decidida para entregarse a todo lo que pertenece al servicio de Dios”.
En la tibieza la imaginación anda suelta.
En la aridez los actos suelen estar llenos de frutos.
El estado de ánimo no debe ocupar el primer lugar en la piedad ni en las relaciones humanas. La esencia de la piedad no es el sentimiento, sino la voluntad decidida de servir a Dios y a los demás. La inteligencia debe dominar nuestros actos.
La tibieza es estéril.
La aridez puede y debe ser señal positiva de que Padre Dios desea que purifiquemos nuestras almas.
Nuestro paso por la vida debe ser notorio, definido y activo, buscando a padre Dios sobre todas las cosas y ayudando al prójimo de todo corazón. Que nos enriquezcamos nosotros y que enriquezcamos a los demás. Que no nos empobrezcamos, ni empobrezcamos a los demás.
Ser sal de la tierra, no dando la impresión de incapacidad para eliminar la corrupción que ha invadido la familia, la escuela, el trabajo, la política, las instituciones, la sociedad.
Los cristianos tenemos de dejar de ser tibios, que quita la fuerza y la fortaleza de la fe, y es amiga de lo fácil.
El amor tiene que renacer de forma arrolladora, eliminando al mal y sustituyendo a la tibieza por la heroicidad de la verdad.
La tibieza es causa del mal. Apaga la fe y reduce el amor. La tibieza se detiene ante cualquier dificultad.
Seamos la sal de la tierra, porque no somos tibios sino enamorados de Padre Dios, del ser humano y de la Naturaleza.
El amor no regatea esfuerzo. Reta a las dificultades y las vence.
Pidamos a Padre Dios y a su Santísima Madre la Virgen María nos aparte de toda tibieza, y seamos fieles, libres y consecuentes con el amor.

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