La vitalidad dionisiaca


Por: Tomás Galván Montañez
En Literatura, existen dos corrientes creadas por los estudiosos con el fin de agrupar en una u otra a los autores y sus obras a lo largo de la historia, de cara a facilitar su estudio. Como toda tendencia reduccionista, algunas se quedan en el limbo y difícilmente responden de primera a uno de los dos patrones determinados. Aun así, las dos corrientes son la Apolínea, en la que la razón predomina sobre la pasión, se imitan los estilos clásicos y se copian las normas de arte de Grecia y Roma; y la Dionisíaca, en la que la pasión desborda el ritmo de la vida, la razón pasa a un segundo plano y se rompen esquemas prestablecidos, derivando todo esto en un vitalismo comprensible y candente que se hace presente en la rebeldía. En la actualidad, ambas se combinan indistintamente y encontramos en las obras del siglo XX en adelante mezclas interesantes.
Pero dejando aparte la Literatura, que sirve para encauzar el tema de este artículo, en la vida, hoy, existe una tendencia innata a valorar en exceso la razón y dejar de lado las sensaciones, llegando a estar mal vista la emoción. Este mundo radicalmente científico tecnológico ha olvidado, con disimulo pero con intenciones, las otras necesidades de las personas, que se engrandecen en la racionalidad, a veces precisa de una vía de escape que acerque a la excelencia del alma, donde las normas queden apartadas y la libre creación pueda dar otro toque al mundo. Inspiración en estado puro.
Y escribo de sensaciones. Animo a abrir la ventana y que una brisa fresca y transparente mueva los párpados al compás de la alegría de un corazón en plena marcha, que agita la sangre y refresca hasta el rincón más pequeño de nuestro espíritu aburguesado. Más movimiento. Y energía. Incontrolable esa necesidad irreverente de rescatar de aquel cajón olvidado esos chasquidos de vida que hacen de cada instante una sinfonía. De cada susurro, una espiral de misterio. De cada beso, un encuentro entre almas perdidas. De cada abrazo, un reencuentro entre almas separadas. Esas sensaciones que hacen vibrar las entrañas con un mariposeo amistoso y entusiasta, jovial y rebelde, aderezado con las ganas de recorrer el mundo en ochenta segundos y que nos sobre tiempo para amar, para sentir, para llorar y reír. Para ver llover y hundir los pies en los charcos, chapoteando como niños creando un universo musical sublime y personal. Único. ¡Y compartirlo! Es sensacional poder rotar en cada estación, subir y bajar manteniendo la consciencia, pintar de colores las hojas que sucumben al otoño, clavarlas en el corcho de lo eterno y contagiar la emoción por los detalles, por la insignificancia de ser felices, por la vida. Desterrar las armas de guerra diaria, sustituir lo soez por lo amable, lo borde por lo simpático. Combinar con dignidad la alegría y la tristeza. Vivir sin miedo. Ser conscientes de que nadie nos hunde bajo el agua más que nosotros mismos, de que nos agarramos la propia cabeza en nuestro afán de inmolación, cuando oler, tocar, gustar, ver y escuchar es un regalo continuo.
Intentemos abrir la ventana. Rompamos el cerrojo y dejemos que nos inunde la vitalidad. Luego solo es dejarse sentir y querer. Dar lugar a la emoción, porque más que vivir, hay que sentir. El que vive no siempre siente. El que siente, ¡siempre vive! Y el mundo necesita de gente que sienta, que vibre y contagie entusiasmo. Es el momento de demostrar nuestros sentimientos.
Así lo describe Amaral a través de su canción “El Universo sobre mí”.

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