Historietas de mi primer trabajo duro
Por Antonio Domínguez |
Cuando yo era monigote e iba con el cura a administrar
sacramentos o extremas unciones (según fuera el caso)… la quietud de la muerte
dominaba en el aposento: mortecinos eran los bostezos de los acompañantes que
meditaban de su futuro acabar, y por sus mirares salía el miedo a lo no mas
remedio,- de interiores que se daban ya por cadáveres efectivos y hasta
putrefactos, mientras duraba “y evidenciaban la experiencia” de uno de los
estragos de la muerte.
Cuando se trataba de extremas unciones, tanto si había sido
deseado el tránsito al otro barrio como si no; tanto si había sido una suerte
haberse ido, o por el contrario una desgracia; los semblantes eran solemnes
siempre, durante las veinticuatro horas que duraba el acto… el arrebato mas
bien se producía en la primera y última hora: en la primera por el horrible
mazazo, y en la última porque no le verían más (no iban las mujeres a los
enterramientos). Todas las horas intermedias eran de continuo llanto llovizna,
precursor de violento aguacero, por además del dolor: desnutrición y debilidad
nerviosa; y extrema delgadez propiciada por el glorioso alzamiento nacional:
que no en vano se llamaba régimen. Rebrotaba la angustia de sopetón por toma de
conciencia cuando parecía que el sosiego se iba a instalar; y entones se
apelaba a alguna alusión, tal como, entre gritos muy fuertes y llantos, hablaban
con él, o la fallecida: de un sentimiento entre ellos, que ensamblaban en tres
o cuatro palabras, las cuales solo repetían, con tanto dolor, que cualquier
presente se sentía perdido, helado y “muriendo” un poco más ante aquella
situación.
Yo presagiaba (cuando se trataba de administrar sacramentos) que
los que allí habían intuían que aquél pobre enfermo antes de dar otra hora ya
habría muerto irremisiblemente, bien por el propio mal que padecía o por el
terrible miedo de que era poseído. Que venía como colofón a los dolores que ya
soportaba cuando veía el montaje del expeditivo ministro que entraba
directamente con gran autoridad y solvencia, casi con no sé si ese celo profesional elevada al aire y gran
aparato alienador que ostentaba el resolutivo cura llevado de, ”la violencia
nerviosa porque todo salga bien”; esa que da a los individuos el sentirse muy
importantes y en este caso particular, el sujeto cura iba a llevar un alma al
cielo que queda muy lejos, no podía perder tiempo, tenía mucha prisa.- Que no
parecía sino que hubiese estado negociando con San Pedro la entrada urgente del
desgraciado pobre-. Cuando nada más entrar decía con la voz puesta en la grave
nota DO de la escala primera del piano, muy fuerte y varonil: “ave María
purísima”, las mujeres salían contestando el “sin pecado concebida” para
hacernos hueco en la birriosa estancia a los monigotes, armados de los cirios e
utensilios que ponían en nuestras manos inocentes, para ayudar al hercúleo y
tarzánico cura a “evangelizar”; tanto a la concurrencia como a nosotros mismos
pobres angelitos de verdadera miseria, e infelices criaturas cuando no éramos
ni capullos para poder abrir a la flor de la edad, lo que posiblemente (la flor
de la edad todavía lejana) nos permitiría disipar un poquillo más el miedo y la
angustia; por tener más fuercitas de todo tipo… o para ese tipo de cosas ¡Que
cosas!.
Las comadres plañideras no de oficio aprovechaban los duelos
para llorar públicamente sus amores imposibles; sus grandes fracasos personales
en toda cuestión, con “el chico de la sociedad” que le hizo un niño cuando
“servía” en Triana o en Vegueta y luego le viraba el “hocico“ cuando la veía
casualmente cada par de años. O con el que la “desgració” y luego se fue al
tercio. Sin olvidar a aquellas pobres personas que “los numerosos accidentes de
trabajo diarios” se les llevaban las vidas de sus vidas; en la persona de
hombres que amaban con locura (eso decían ellas. La práctica totalidad tenían
su duelo personal). Su acuciante falta de dinero, desavenencias con su nuera y
demás. Cuando nos hacían el hueco y salían al muladar ya no lloraban, salían
con la cabeza recta hacia la puerta (me acuerdo) pero con la mirada totalmente
forzada de reojo, puestos estos, muy en oblicuo desde aquellas caras color lindo:
-mezcla- del de todas las aceitunas habidas,- y claro, aquellas miradas a pesar
que eran hechas con el recato propio de la represión de la época, eran in
disimulables; porque ellas con la cabeza recta como he dicho cuando atravesaban
a un lado y hacia arriba aquellas dos esmeraldas que tenían luz en su interior
y por ojos lo que lograban era envanecer más al gigantesco cura; que sin darse
cuenta el muy pío, le daba gravedad y entonación a la voz y en singular círculo
imaginativo-limitador de los frenos de la carne, las admiraba más y las
enamoraba más y mejor todavía de lo que ya estaban de él; contemplaban
prácticamente al único hombre sano, fuerte y machote, bueno de bondad,
cariñoso, principio y fin de toda ilusión y esperanza (y encima, tenía comida) los
demás, estaban echando un pulso a la selección natural con sus hambres todos,
incipientes tuberculosis otros y anemias perniciosas con los consiguientes
catarros perrunos los demás, con muy pocas carnes todos ellos además.
Volviendo con el varonil ave María purísima que el enfermo oía
casi, como si fuera la última cosa que iba a oír; téngase en cuenta que cuando
se llamaba al cura para confesar a alguien ya las comadres le habían
sentenciado, estaba listo, y él lo había percibido en el ambiente.
El enfermo que esto no ignoraba, por práctica de cuando no lo
era, y viendo a aquel inmenso santón negro, envuelto en ricos ropajes blancos,
con el copón tapado en telas a juego y aquella perorata en latín, pronunciada
con un empaque y gravedad que ponía el cuero de gallina hasta al que estaba
sano … al más expeditivo, ¡que no sería a él que ya SABÍA se iba” para las
chacaritas!
A muchos enfermos despacharon de susto poniéndoles en columna de
viaje antes de lo debido; impresionándoles con el tilín tilón de las campanillas,
las velas, las sombras de los cirios presentes en la pared (¡¡habrá cosa más
impresionante y espantosa que los sombrajos de los cirios!!); aquel inmenso
santón inmerso, “¡metido a presión!” en aquel pequeño cuarto, cueva
generalmente; que para entrar en él tenía que hacer cuatro o cinco dobleces,
cogiéndose todo el espacio, para hablar el lenguaje de los muertos: “luce tu
luz perpetua” “danos el espíritu tuyo” llévatelo hoy mismo al cielo” (dando
órdenes a Dios y tratándole de tú) así de palabra ¿y con el gesto y todas las
sutiles formas de comunicación existentes?. No sé que tenía el dichoso cura que
nada más verlo, el más macho enfermo, se meaba en la cama (soy testigo).
Volviendo al principio, oí yo un sin fin de veces que fulanito
de tal murió en paz y en gracia de Dios porque no hizo sino confesar y se murió
automáticamente. De acuerdo, puede que murieran algunos casualmente después de
confesar, pero la inmensa mayoría y sobre todo a los que le flaqueaba el
corazón morían tras el temporal desolador del terror matador.
Retomo lo que a mí me marcó bastante porque era muy pequeño y
encima tenía que asistir con el cura a retirar el cadáver del domicilio, a la
hora del enterramiento (no había tanatorios) para ser sepultado. El cura y los
monigotes teníamos que entrar hasta adentro del todo de aquellas pequeñas
casuchas donde se hacinaban todos los vecinos del pueblo y eran tiempos en que
se usaba plañir gratis, por lo que aquello era un griterío que hasta que mi
corazón de niño no endureció algo me parecía todo un auténtico infierno. De la
multicidad, vaya, multitud, de mujeres cayendo desvanecidas por las anemias
perniciosas que padecían y el estrés de las veinticuatro horas sin dormir,
prácticamente sin probar bocado, no había: quedaban amargos recuerdos que
fortalecían tanto para amores ingratos, como para aguantar ganas de comer. Si
yo acertara a describir esto como debe ser -como es debido- no sé qué ventaja
para aterrorizar tendría sobre mi Dante, con su viaje al infierno. Me acuerdo
ver salir,- cuando era yo más granadito a aquellos curas orejudos y altos de
estatura; por consiguiente, con medidas de a cuarto metro para arriba, que daba
en aquellos tiempos la fe-, del habitáculo donde se encerraban a cal y canto
con el enfermo para poner en marcha la máquina de confesar antes de que
muriera. Me acuerdo de los curas –que medio asfixiados por lo que habían oído
seguramente- abrían la puerta de la choza lívida la faz del rostro o apoyándose
en ella con los brazos abiertos a coger bocanadas de aire fresco a hocico
abierto como hipopótamo. Le ha interesado siempre a la iglesia tomar la
síntesis última de todas las existencias, porque por insulsa que nos parezca la
vida de cualquier persona, cuando va a dejar este mundo ya solo le interesa
largar su lastre basura al primer testigo; y en verdad, en esta situación cada
uno de ellos revela a través de la confesión el mapa de un valioso tesoro del
tipo que sea; no olvidemos que se le entrega al cura nada más y nada menos que
los intríngulis de toda una existencia.
Muchas veces “se solidificaban como la roca” en el umbral de la
“choza”, lívida la faz del rostro, quedando estáticos por lo que habían oído
seguramente; vuelvo y digo al decir de Dickens, (que se entrecomillará y no se
sisará ni una coma que sea de él)
“debe helar la sangre los
secretos más caros al corazón guardados durante largos años, y que ahora
confiesa desesperado e ignorante, además de moribundo, el ser que tiene
delante. A pesar de que en lo conocido no hay nada absolutamente bueno que no
contenga algo malo y al revés,- así mismo la confesión que no sirve para nada,
sirvió en estos casos aunque solo fuera para asombrar al curioso cura hasta
dejarlo medio asfixiado cuando comprobaba que sin haber estado en el seminario
aquellos moribundos, eran capaces de filigranas casi tan perfectas como las de
él.
Cuan frustrados deben sentirse estos “seres de luz” cuando a
través de la confesión de un moribundo descubren por la narración de una maldad
determinada,- practicando la cual-, era un verdadero artista el que tenía ya el
pie en el estribo para emprender largo y definitivo viaje.
Como deben rascarse en su interior los relucientes clérigos
cuando se dan cuenta que toda la ciencia del mundo no sirve de nada para
arrebatar aquel ser a la muerte, del que tanto podrían aprender, parece
mentira, de virtudes.
“Muchos relatos han sido hechos por moribundos; relatos de culpa
y de crimen, tan espantosos, que los circunstantes han huido del lecho con
horror y espanto, a no ser que les haya herido la locura por lo que oyeron,-
por recordar y asumir algunos oyentes que lo de ellos es aún peor - ; y más de
un desgraciado ha muerto solo delirando sobre cosas que harían retroceder al
más osado”.
Se debe
desprender que estas cosas no las puede concebir el niño monigote que fue, pero
sí el hombre, que a pesar de seguir siendo considerado como lo mismo, ha visto
lo que ha podido ver: y las depura contrastadas con múltiples experiencias, que
dan lo que dan. Es por lo que recordando es donde demuestran más activos sus
huellas mnémicas, evocando las expresiones en los rostros con bastante realismo
para analizarlas ahora flipando en colores auténticamente. Si has llegado hasta
aquí “lector ilustre o quier plebeyo”, (como ya fue dicho por uno de los
grandes) es por cuanta gana tenías de comprobar la “gracia” para abrocharlo
todo, del mentecato, del atrevido. A los decepcionados (por los totalmente
calientes no puedo hacer nada) les compadezco por haberles tambaleado sus
principios y a los sorprendidos también por haberles impedido encontrar por si
mismos la pequeñez que aquí no se esconde.
Cómprese
un buen cherne. Busque una playa que no sea peligrosa y haga un caldo de
pescado acompañado de su mujer, sus hijos, yernos y nueras, nietos y algunos
afectos más. Pasen un día confraternal. Tómense unos güisquis de marca, sin
exagerar. Quiéranse unos a otros. Sean felices. Yo les garantizo que a ese es
al único cielo al que se puede aspirar. Con diligencia se pueden buscar cielos homónimos o mejores todas las semanas
y yo le advierto y hágame caso, que absolutamente todos los cielos están en la
tierra. Acostúmbrate a preguntarle a tu cerebro y al mundo. No preguntes a un
guardia. No preguntes al cura. No preguntes a un santo- pregunta por nuevas
playas (nuevos cielos) disfrútalos como
los disfrutan ellos y por si acaso son los únicos del universo: que lo más
lógico es que sigan apareciendo los cadáveres en el cementerio quietecitos
allí, sin irse para ningún lado, como siempre. Si quiere vivir en el único
cielo conocido dedíquese a ir a hoteles a las islas; incluyendo las
portuguesas; Cabo Verde. Si tiene dinero no se la pierda porque lo que es la gloria está aquí para los
que se la puedan permitir y los que no,
a pudrirnos cuando nos muramos directamente como cualquier animal . Pudrirán juntas almas, esencias,
espiritualidades, la falta de dinero y
el desprestigio de la vida. ¡TODO!.
Comentarios
¡Me he quedado flipando! En cuanto a los duelos antiguos los recuerdo y te doy la razón...¡Cuánto sabes Antonio!
Antonio Domínguez.
El valor primero de un sitio web es la libertad heterogénea, y en este sitio las opiniones son en carne viva; y tanto las de humanísticas como de cientificidad son admitidas con mismo agrado. Es por lo que escribo aquí: “para educar” y para ser educado. Para compartir ideas fijas con ideas errantes. Ideas de todo tipo. Eso, repartir heterogeneidad. ¡Para todos los públicos! Sepa señor otra razón entre bastantes por la que me encanta escribir aquí. En esta página siempre se opinó, jamás, se adoctrinó.
Mi agradecimiento en este caso por elevación es para ti Esteban.
Antonio Domínguez.
¿Recuerdas Antonio ver en los duelos que cuando a alguien le daba un desmayo(Si, claro que soy de tu tiempo, y vecinos de niños...solo había un estanque por medio, jeje) Como te decía, ¿cuando les daban esos desmayos y se buscaba el zapato más sudado para ponérselo en la nariz a la desmayada para que aspirara, allí, dentro del zapato? ¡Vamos,eso no tiene desperdicio! Yo es que ahora pienso en esas cosas que estos ojitos vieron en la infancia y como te dije: ¡Flipo!