Tamaraceite. Mi pueblo querido



Los árboles no huyen sus raíces del río. Contados son los hombres que las separan de su pueblo sin necesidad. Las casas mismas de nuestro solar no se pueden mudar y cambiar por las de Tafira alta. Ahí la monumentalidad de la piedra sillería y los gordísimos portones de madera carísima, que ya ni la hay a vender, son inamovibles y es natural; pero no tanto, respecto de lo que queremos comunicar aquí.
Hay demasiadas cosas en este mundo que no pueden ser de ninguna manera: “es imposible que la luz sepa que alumbra”, como así mismo que “el agua se percate de que no tiene sed”. Quiero decir que ningún elemento que sea, se puede comparar ni puede ser comparado. Nueva York con Tamaraceite; o con el Valle de La Orotava que sea, no tienen comparación; ni estos sitios traídos a cuento, ni nadie, serán nunca Tamaraceite, puesto que Tamaraceite tampoco puede ocupar ninguno de esos lugares, ni ningún lugar fuera de sí. Parecería tontería esto, si no fuera que se entra por este camino para argumentar que el talento y la satisfacción plena, no nos debería flaquear para ensamblar el gigantesco suceso (porque ¡Él! es el nuestro y lo nuestro) que es nuestra historia; no importándonos nada que los de por ahí la valoren ñoña y pequeña. ¿Es infinitamente menor el suceso de nuestra realidad, que los de La Orotava o Nueva York? ¡Claro que sí! Pero esos dos casos y cuantos sean, ni nos interesan, ni nos sirven a efectos de lo que en este comentario nos entretiene. Se debe repetir que nos interesa nuestro suceso histórico, que consideramos único, porque lo es lógicamente. ¡No habrá sido angelical! Pero sí impar, señero “y cañero”, notable; IDEAL.
¡Que no tenemos casas monumentales y sí funcionales y que también hay pequeño porcentaje de chocerío! Bueno, esa es la gran diferencia que contempla a los hombres en su necesidad. Son los asuntos para las bellas y sentidas palabras, caritativas, acompañadas de la comida-ariete abriendo brecha, pero que jamás tendrán arreglo, porque la comida solo le sirve al hombre para continuar vivo. ¡Son tantas las verdades de que los individuos han sido robados y de las que no se les podrá resarcir ni aún en el estado más rico!
¡Que importa en diminuta cocina comer guiso sencillo, pero con el hambre voraz que da la salud, después de trabajar ocho horas! Los de más arriba en los teneres “gozan” descansados y vestidos como reinas, pero con su ulcera metida en su cuerpo, a su vez metido, este, en mansión de lujo y comodidad “que para nada sirve” porque tanto los placeres como las comodidades no son asimilables al infinito. Quiero decir que el placer de ingerir manjares no va más allá de la degustación. El sexual nadie puede hacerle durar más allá de sus naturales breves “latigazos”; ni ninguno de ellos va más allá de la experimentación momentánea y fugaz. ¡Sí! También la borrachera que a su clímax es inmediata la fatiga, mareos y las casas dando vueltas.
¿Qué vale más? Acostarse con la mujer querida en un catre de viento o acostarse entre sábanas de Holanda con la querida numero quince, que viene de haber estado en manos de otros quince?
Trayendo a colación los extremos que aquí extremamos, valoramos el hogar en la multiplicidad que es nuestra comunidad de hogares y no aludimos a la santidad del matrimonio; ni a ningún trasnochamiento. Hablamos del elemento especial, duende, que este punto del mundo tiene, para que una atmósfera en sus distintos principios y composición se equilibre; y es el que participa o da recado (duende) de ese paradisíaco bienestar. No hablamos de su brisa por no tener cuando acabar.
Aquí en Tamaraceite en general ha habido pocos alcances dineríles, y eso no es humildad ni es pobreza; sí es no riqueza. Nuestro querido pueblo es más que nada, (atiéndanse los preámbulos expuestos para llegar a esto decir) por el grado exacto de humedad y el misterio ambiental de sus atardeceres al filito de la noche, la razón de identidad y el placer; porque “con eso” se identifica todo aquel que tiene la inmensa fortuna de vivir en este pueblo. Ya tienen otros la inmensa suerte de pertenecer a otros y me alegro por ellos a alta conciencia, tal, que es de dudar que ellos sientan lo mismo por “mi delirio” ¡no importa! Que todo lo dicho lo he vivido aquí, porque he querido y me han querido aquí y quiero y me siguen queriendo aquí. Porque nadie que no viva aquí sabe de las casas de aquí; porque desde aquí vemos lo que nos hace falta aquí, para llegado el día, aquí, abastecernos de nuestras necesidades AQUÍ. Aquí voy a comer dentro de un ratito, para luego pensar mi jubilada siesta en pro de encontrar explicaciones al Tamaraceitil plural suceso; para tener el placer (ese si es un placer que se proyecta) de echar flores por la boca, de mi pueblo querido.

Antonio Domínguez Herrera.

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