Epílogo

Por: Sergio Naranjo
Hace muchos, muchos años, cuando sólo tenía una de las cuatro docenas que tengo ahora, me fui al maestro, a preguntar:


“¿Y cómo es que siendo hijos de los invasores somos ahora los invadidos?, le dije”. Y el maestro me enseñó. Me dijo que el nacionalismo es una frontera mental, que te encierra con tus tierras, con tus gentes, y eso no siempre es lo mejor que puedas haber conocido. El nacionalismo, me dijo, sólo te enseña a odiar, a separarte, a despreciar. Y me creí aquello. Lo cual no me salvó de aprenderme a la letra el Natura y Cultura, a no escuchar aquellos esperríos de Los Sabandeños por los montes de Tenerife, la Cantata del Mencey Loco.

Y volví a preguntar:

“¿Y por qué se combate tanto al comunismo si es lo que ha combatido a la dictadura de Franco?” Y el maestro me volvió a enseñar. Me dijo que el comunismo es otra dictadura, otra anulación de la voluntad, es una impostura, porque al final sólo se llega a lo que se decía combatir. Y me creí aquello otro. Y ya sin preguntar me dijo que nunca creyera a nadie sin haber contrastado su opinión con la de quien pensara diferente. Que la Verdad no existe, sino lo que cada cual quiera creer. Y también lo creí. Y tampoco me salvó para que leyera, ya entonces, a Camus.

Un año más tarde, un hijo de papá arregló una indisciplina mía a patadas, pisotones, rodillazos, bofetones y puñetazos desde la puerta de la V11 hasta el primer rellano. Y no paró hasta conseguir que mi vida no prosperara, hasta que se me negara el futuro. Y el maestro miró a otro lado. Le dijo por escrito a mi madre, en aquellas notas de cartón azul, que “el niño dispone de la rara cualidad de hacer análisis objetivos y adoptar posturas carentes de criterio”, lo cual mi madre no entendió, pero casi me parte la cara del bofetón que me jincó. 


El niño no era más que un simple inadaptado al mundo que le rodeaba. Incapaz de relacionarse como era debido, sólo acertó a ser un busca pleitos, un mentiroso, un follonero, un perdedor. Aunque parece que sí supo buscarle las cosquillas a aquel santo varón, que ser maestro no sabía, pero pegarle a un infeliz de trece años lo tenía bien aprendido. Y qué bien hablan de él ahora las crónicas.

Tres docenas de años después, el infeliz ha vuelto a la mesa del maestro a preguntar, ha exhibido esas raras cualidades, ha pretendido relacionarse, ha vuelto a ser incapaz de adaptarse, ha vuelto a ser vapuleado, ha vuelto a ser imposible la comunicación, la libertad. Y mientras cae bajo los golpes, mientras procura salvar el pellejo sobre los escalones y se protege en el rellano de los golpes que le llueven hasta que aparezca otra vez don Pedro, una idea tiene fija en la mente:

No volverá a la mesa del maestro.

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