La filiación divina


Por: Luis C. García Correa
Expuesto cómo es mi Dios, me es absolutamente necesario intentar explicar la filiación divina, que materializa esa creencia, y es signo elocuente del amor de Dios por los humanos.
Todos somos hijos de Dios, aunque es una filiación de adopción, no tenemos una filiación de naturaleza como la tiene Nuestro Señor Jesucristo, que es el unigénito (el Hijo único del Padre).
Con el Bautismo se produjo en nuestra alma una regeneración, un nuevo nacimiento, una elevación sobrenatural, que nos hizo participes del la naturaleza divina, que dio origen a la filiación divina.
Por el Bautismo volvemos a oír la voz del Padre que un día se oyó a orillas del rio Jordán:”Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”. Y llegamos a ser hijos adoptivos de Dios y hermanos de Jesucristo.
San Juan, en el prólogo de su Evangelio, dice: “a cuantos le recibieron (a Cristo) les  dio poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer de varón, sino de Dios”.
San Atanasio explica: “El Hijo de Dios se hizo hombre para que los hijos del hombre, los hijos de Adán, se hicieran hijos de Dios (…). Él es el Hijo de Dios por naturaleza; nosotros, por gracia”. 
Esta condición de hijos tendrá su plenitud en el cielo, y en la tierra la filiación divina es fundamento de la fraternidad cristiana, la humanas, también para no creyentes.
Hijos de Dios, nuestra mayor gloria, y el más grande de los títulos es la filiación divina. No hay nada más grande, impensable e inalcanzable que esta relación filial. Jesucristo habló constantemente de esta filiación a sus discípulos.
Es a partir de esta filiación como entramos en intimidad con la Santísima Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo).
¿Por qué expongo todo esto?
Porque en momentos duros de la vida – como es esta crisis económica provocada por falta de valores y de libertad, con aumento del poder perverso-, en la que parece que el mundo se viene encima, la filiación divina ha de estar presente en todos  los momentos de la vida, dándonos las fuerzas y las esperanzas de un mundo mejor, aquí, y luego en el cielo.
Cada vez hemos de parecernos más a Cristo. Nuestra vida debe reflejar la suya.
Esta filiación divina debe de ser frecuente motivo de oración, y el fundamento, como hemos dicho, de la fraternidad humana.
Amar al prójimo como a nosotros mismos.
Somos hijos de Padre Dios y hermanos de Jesucristo, llamados a amarnos aquí todos y luego en el destino sobrenatural del cielo.
Los católicos tenemos los grandes valedores: Nuestro Señor y su  Madre La Virgen Santísima, a quienes pedimos e imploramos protección y ayuda. Entonces comprenderemos, de forma indubitable la filiación divina, y la obligación de amar al prójimo: tener aquí la paz y la libertad, para luego la eterna contemplación de nuestro hermano Jesucristo y nuestro Padre Dios, junto con el Espíritu Santo en la Patria celestial.
Pues que todo esto les sea de utilidad, - que es lo de más valor que tengo-, y quiero compartirlo con ustedes, por el cariño y admiración que les tengo y por lo mucho que les necesito.

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