Carta de mi niñez, Majestades

Por: Tomás Galván Montañez


.Queridos Reyes Magos de Oriente…

Sé de la tardanza a la hora de enviarles a ustedes, apreciados Magos, mi carta, pues supongo que ya habrán emprendido camino desde sus mágicas procedencias, pero, créanme, no había encontrado inspiración alguna para empezar a derramar lágrimas de tinta en esta presente.
Ahora, estimados, me veo en la necesidad de comunicarme con sus altezas, en un arrebato de esencia de la niñez que ha invocado la porción más ingenua de mi ser, y, tras embriagar mi alma con la dulzura y la melancolía, apelo a la ilusión que poseo para imaginarlos vivamente camino a casa, cruzando esos desiertos de arena tostada y sol intenso cargados de deseos para repartir.

Me es casi imposible, sabrán, controlar los sentimientos que en estos momentos donde intento dejarme llevar por mis sentidos, recorren mi cuerpo y hacen que mis ojos, ahora transformados en los de un niño, se empañen y nublen mi visión. De hecho, es, en este instante, cuando una lágrima recorre mi mejilla, se desliza por mi rostro de adolescente y se desvanece en el teclado donde mis dedos se mueven con rapidez para formar esta carta que, con ardiente emoción, les escribo.

Recuerdo, Magos, y quizá ustedes también recuerden como yo, que hace unos años –no tantos, oigan, solo unos pocos- escribía mis cartas con el deseo de que, bajo mi árbol, aparecieran los Playmobil, con lo que tantas horas de mi infancia compartí. Me basta con exprimir mi memoria colapsada por los cambios convulsos de la vida, para proyectar sobre el regazo del tiempo aquellas noches de magia e ilusión en las que el reloj se detenía y los latidos del corazón tomaban el control del mundo, de mi mundo, para, luego, sumirme en un mar de nerviosismo y hermoso misterio hermoso capaz de convertir los sueños en realidad. Una noche eterna, plena de esencias y acontecimientos; la ingenuidad más sublime dibujaba en mi corazón descubrimientos sanos que me aceleraban, como aquella noche en la que -estimado Melchor, lo confieso- vi su capa de tonos rojizos y dorados desaparecer con rapidez por la puerta tras descargar usted los regalos a los pies de nuestro humilde árbol de Navidad. Reconozco, alteza, que abrí mis ojos tímidamente y con algo de sorpresa, aunque, en cuanto lo contemplé, los volví a cerrar muy fuerte para sumirme en el sueño tan exquisito del que estaba siendo protagonista e intentar que la noche sucumbiera con prontitud a la mañana.

El descanso en esa noche mágica era casi imposible. La cama se convertía en un lugar insoportable, las agujas de aquel curioso reloj que descansaba sobre la pared blanca desgastada por la humedad caminaban al ralentí más desesperante. En mi cabeza resonaban con vehemencia las palabras de Melchor en la cabalgata: “Vayan a la cama pronto, pequeños”. Es difícil controlar mi emoción en este instante, disculpen, majestades…

Recuperado, les cuento, con singular esfuerzo, apreciadas Majestades, que puedo volver a experimentar las sensaciones que me invadían en aquellas mañanas del 6 de enero. Mi madre, con su cálida y tierna voz me susurraba al oído: “Tomás, vamos, arriba… ¡Ya han venido los Reyes!” De un salto, con rapidez, me sentaba al borde de la cama, le tendía los brazos por arriba en un abrazo que bien necesitaba, y corría a despertar a mi padre: “Papi –gritaba- ¡ya han venido!”, y me situaba a su lado hasta que se levantaba. Luego, me acerba hasta la puerta para comprobar que los camellos habían sido buenos comensales; tras asegurarme de que habían comido, juntos nos acercábamos al salón y, bajo el árbol que brillaba con luz propia, de una forma diferente y nunca antes vista, descansaban unos paquetes sellados con misterio. Buscaba desesperado aquellos que tuvieran en la superficie mi nombre y los abría ilusionado; mis pequeñas manos rompían sin compasión los envoltorios hasta presenciar que se iban descubriendo los juguetes que había pedido –algunos de ellos, no todos-.

Con el paso a la adolescencia y ya en una etapa donde incluso esta va quedando atrás, voy comprendiendo las respuestas de mis padres cuando yo les decía: “Y ustedes, ¿qué le piden a los Reyes?”. Ellos, con calma y media sonrisa, me contestaban: “Simplemente, ilusión”. Entonces yo no entendía tal deseo, pero, como iba diciendo, en este momento he empezado a ser testigo de la razón de sus particulares “juguetes”. Con el tiempo, basta con encontrar bajo el árbol el amor de la familia y los amigos. Por ello es, Magos de Oriente, que les pido a ustedes, que todo lo pueden hacer realidad, que, este año, bajo el árbol de todas las personas, haya una gran caja en las que, nada más abrirla, podamos comprobar que se escapan de ella la ilusión, el amor y la felicidad. Deseo, así, que nada más abrirla, una gran sonrisa de dibuje en sus rostros y una lágrima de la infancia retorne sin miedo a esos ojos que, desde antaño, no derraman emociones.

Por mi parte, altezas, es todo. Reitero la emoción que siempre supone saludarles. Esta madrugada del 5 de enero, no duden que en la puerta, sus camellos volverán a encontrar comida; y ustedes, claro, que sobre mi mesa hallarán unos vasos de leche y dulces para recargar fuerzas en una larga noche. Les prometo con sinceridad, que cerraré muy fuerte mis ojos e intentaré no hacerme el dormido para que puedan hacer con tranquilidad su trabajo. Mi madre, volverá a despertarme con su canto casi celestial e iré, con premura, a despertar a mi padre. Si por algo soy afortunado, es por la ingenuidad que aún puedo conservar y que les pido que, al menos una vez al año, como supone la noche de Reyes, pueda recuperarla intacta para volver a ser niño y emocionarme al verles pasear con majestuosidad en la cabalgata. Quiero dar vueltas en la cama, imaginar sus pasos alrededor de mi cama, soñar que me despiertan con sus barbas rizadas, verlos pasear por el salón y que, al despertar, el árbol se vea iluminado con elegancia como solo ustedes saben.

Con inmensa estima, desde el lugar más sincero de mi corazón y con el alma de niño que deseo por siempre conservar, reciban un saludo inmenso como el mundo. Con afecto, Tomás.
Creo que no se me escapa ninguno.

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