Sórdida coexistencia. ¡Es lo que hay!


A mí me entretiene esto que hago, si a ti además de entretenerte le sacas algo positivo a nuestro mutuo entretenimiento, a mí, no me debes nada. Te debo yo agradecimiento por soportarme.
La envidia, de ella vamos a hablar mayormente, lo que tiene de sentimiento ataca al diafragma; eso, no contando –que se contará- lo que tiene de asquerosa. Complica a los nervios e hiperactiva la mente en manera de romper “los espesos muros que represan las grandes contenidas aguas”. La angustia envidiosa, paradigma que para (detiene) el pensamiento, y al mismo tiempo le alerta máximamente en los puntos que no puede exceder.
Reflexionar la envidia, como cualquier otro asunto es genuinamente comparar ¡si no es tan difícil! En el fin a que conduce la finalidad todo se puede concatenar al fin. Todo se puede relacionar en la relatividad práctica por descubrir; pero descubrible, sin duda por a quien pertenezca; por eso, cosas que nos parecen inconexas y a la distancia de grandes caminos y escollos, son solo un ventanillo cerrado “en el interior de nuestra cabeza”; bien porque se nos perdió la llave del mismo o porque se ha hinchado por la lluvia y la misma oxidó la cerradura. Odio los “ventanillos cerebrales” he roto muchísimos de ellos. En cuanto intuyo alguno cerrado-atascado, salgo corriendo a buscar la piedra apropiada para mandársela y aunque sea romperlo.
La gran ventaja de la envidia es que se trata de un motor, gran motor,  que nos arrastra a emular ajenos méritos; en cuanto que luchamos por lo que nos es indispensable (aunque no nos sirva para nada) al efecto de liberarnos de “esa sensación angustiosa” que nos causa los bienes ajenos. Como es lógico ello es un revulsivo económico a favor del bienestar general. No por grande, la única gran ventaja explicada, es menos ridícula.
Por su propia insalubridad, la envidia siente envidia de la sanidad que nunca alcanzará. Algo como la envidia que puede ser ciega, corrosiva, desmedida, desmesurada, enconada, impulsiva, incontenible, irrefrenable, irreprimible, obsesiva, pérfida, siniestra, tremenda, turbulenta, vehemente, voraz; que puede hacer bullir la sangre a calor que sancocha un huevo; carcomer el propio esmero de la polilla; cegar formidable lucidez; desamarrar pasión; despertar lo que debe seguir durmiendo; devorar lo que debe prevalecer; excitar lo que debe permanecer en calma; impulsar lo que debe estar encerrado con guardia reforzada; sembrar semilla maldita que debió ser quemada; suscitar lo que se debe disimular; ningunear, abortar y extinguir. En suma todo lo que se puede decir de la envidia, sin olvidar su parte de creatividad ya explicada, es, desesperanzadora.
Desde ya tarde, antes que desde luego, hay que ser torero para no sentir envidia teniendo mujer fea, el otro, guapa. Coche viejo, el otro, un todo terreno nuevito. Ropas baratas, el otro, vistiendo Armani. Comidas nauseabundas por repetidas, mal cocinadas, frías y la madre que las parió, el otro, come en El Corte Inglés. Funerales de tercera para nuestro padre, el otro, funerales de primera para un primo quinto. Bodas flojitas donde no se mata una mosca y menos una res, el otro, manda traer desde La Sabana un par de animales salvajes matados, por lo del: más raro todavía. Y la envidia crece porque nace.
Yo juro por el santo más vendito, que hasta más de cincuenta años no sabía que la envidia y hasta el egoísmo eran cosas generales y necesarias en la esgrima del devenir; creía que eran algo artificial, ortopédico, con que se le ofendía a una persona al modo político o deportivo.
Enfrentamos (concatenamos) otro tema muy distinto, como enseñanza de paso; si se interpreta pasajera,- la enseñanza-, es un problema. A respecto de lo de las comidas nauseabundas, es, este otro asunto.
O le proporcionamos a nuestra mujer (aquí no importa poder o no poder) jamón de cuarenta y cinco mil pesetas el Kg. Pescados del cantábrico de ocho, diez, doce mil pesetas el Kg. Buenos troncos de langosta etc. avestruz, jabalí, gamo, ciervo; con todos sus lechazos, etc. entrecots y solomillos de variada y deseada procedencia, a cinco mil pesetas mínimo; mariscos y los no abundantes alimentos, (carísimos por supuesto) que su aderezo se limita a unos granos de sal, o no veremos en que extraordinaria cocinera se convierte nuestra esposa. De lo contrario (y antes de andar de desayunos en los bares, a base de naranjadas y lo que conlleva; y asaderos y comilonas con los amigos, mientras en el domicilio las bailan canutas y apretadas) debemos hincarnos de rodillas ante ella y pedirle perdón humildemente por haberla arrastrado a nuestra miseria (material). A tener que soportar escuchar que no sabe cocinar; cuando lo que tiene para cocinar, se reduce a paquetes de arroz, fideos, agua, sal, papas, pastillas de Avecrem y demás manjares. Debemos también sentir vergüenza, si alguna vez (incurriendo en miseria de la otra) la hemos mirado inepta, fatídica, nefasta y funesta; esto nunca se justifica porque solo por habernos regalado de su persona, esa, que como a ninguna otra queremos, y que tanto regocijo y felicidad nos ha aportado, le da derecho a ella a todo absolutamente, incluso, hacernos ir a las dos de la madrugada “a hablar con el pececito del mar” (según la fábula) a demandarle el último deseo de esta. ¡ELLA!.

Antonio Domínguez.

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