El cielo en la esperanza

Por: Luis C. García Correa y Gómez
El cielo debe ser nuestra patria definitiva, hacia donde nos encaminamos, y eso lo creemos los cristianos como el encuentro con Padre Dios cuando el alma se separe del cuerpo.
Ese encuentro eterno es a lo que llamamos cielo. El encuentro de la plenitud de la gloria con Jesucristo, su Padre y el Espíritu Santo, su Madre la Virgen Santísima, la corte celestial y a todos nuestros amigos y familiares. La felicidad de ese encuentro.
Del trato frecuente con Jesucristo nace el deseo de verle y contemplarle, así como la virtud de la esperanza. Claro, los que tenemos la fe y el amor a ese cielo, creemos todo eso.
¿Y los que no la tienen? ¿Qué verán?
Yo creo que lo mismo. Sólo habrá la diferencia entre el que ha obrado bien con el que lo ha hecho mal, ya sea creyente como no creyente.
El pensamiento del cielo nos debería servir para el desprendimiento de las cosas terrenales, y para superar circunstancias difíciles.
No hay palabras para expresar lo que será nuestra vida en el cielo.
“Si la imaginación no puede llegar allí, el corazón llega instintiva y profundamente”.
San Pablo nos enseña ”que ahora vemos a Dios como en un espejo y bajo imágenes oscuras; pero entonces le veremos cara a cara”. Y que la alegría y la felicidad allí son indescriptibles.
“Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento cuáles cosas tiene Dios preparadas para los que le aman”.
Dios es Amor.
Y estaremos en el cielo con el mismo cuerpo que hoy tenemos pero purificado y glorificado, sin todo lo malo y caduco.
Resucitaremos. San Agustín lo afirma de la siguiente manera: “Resucitará esta carne, la misma que muere y es sepultada (…). La carne que ahora se enferma y padece dolores, esa misma ha de resucitar”. Tendremos la misma personalidad, con el propio cuerpo, pero estará revestido de la gloria y esplendor de los santos. Tendremos un cuerpo glorioso.
No sabemos cómo ni dónde está ni cómo se forma ese lugar.
Ese cielo nos debe servir para luchar decididamente y con alegría por quitar los obstáculos que puedan impedir llegar a él. Nos debe impulsar a buscar sobre todos los bienes que perduran y a no desear, a toda costa, los consuelos que acaban.
Pensar en el cielo nos debe encaminar a una gran serenidad, y caridad.
Nada de aquí es irreparable, nada es definitivo en este mundo, todos los errores que podamos cometer pueden ser reparados y perdonados. El único gran error sería no desear llegar a ese cielo o no acertar con la puerta que conduce a la feliz vida eterna. Allí nos veremos, y allí estaremos contemplando a Padre Dios por toda la eternidad.
Espero que nos apuntemos todos, creyentes o no. ¿Quién no quiere llegar al cielo?
En esa ilusión me quedo, rezando y pidiendo a Padre Dios nos ilumine y seamos de sus elegidos, porque nos habremos ganado el cielo en la esperanza.

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