El telón cae con disimulo
Por: Tomás Galván Montañez |
Cuando se abre el telón lo único que pasa por los pensamientos danzantes es dar todo sobre el escenario. Horas de ensayos, de entonaciones, de matices insospechados para dar la emoción correcta a cada palabra. Nos volvemos meticulosos, ingenieros de las texturas más sentimentales e intentamos que el público asistente disfrute, al menos, con la misma pasión que nosotros. Nos esmeramos con ternura e hilamos cada movimiento con elegancia, con inexperta profesionalidad a fin de lograr que el escenario transmita la energía del esfuerzo que tanto nos ha unido. Experimentamos el miedo a fallar y a derrumbar tanto tiempo de costura escénica, de repeticiones y progresos. Pero ello se esfuma nada más dar el primer paso sobre el inestable escenario. Pensamos en mil detalles, nos mentalizamos para casi todo y pasamos por alto que el telón, como en toda obra, acabará cayendo.
Estos días de preparación de las obras del Barroco para representarlas en el instituto, he sentido, vivido y vibrado con la magia del teatro. Hasta ahora, reconozco, solo había oído hablar de ella. La recibí en el preciso instante en que las telas apolilladas del escenario se abrían y mostrábamos a unos personajes desconocidos que nos invadían en escena. Compartíamos tablas con ellos, les prestábamos nuestros cuerpos para que contaran sus historias e hicieran viajar al público por mundos de colores. Éramos transmisores de sus farándulas, de sus conflictos internos y de los dramas que conformaban el contexto.
Tanto como la escena, las bambalinas, salerosas y repletas de secretos, me han permitido volver a creer en la magia. Más exactamente, en la de las personas, en el contoneo nervioso de unas sonrisas que demuestran algo más que simples compromisos. Desnudándonos de los personajes a los que habíamos interpretado, rematando tonos y perfilando ojos temblorosos, veía a unos compañeros extraordinarios con los que he compartido una obra de tres años o cuatro años –media vida con otros- y cuyos caminos se bifurcan con levedad y disimulo. Cambios, dicen. El que ha sido un proceso de aprendizaje cargado de momentos inolvidables, algunos menos elegantes, nos ha –me ha- brindado el impulso de ánimos necesario para afrontar los nuevos retos que desde ya se plantean. Un cambio de obra, simplemente. Pero un cambio en cualquier caso.
Quizá la monotonía de la silla y la calculadora habían hecho mella, y por eso el teatro nos ha devuelto la unión, el compañerismo más humano y desinteresado. La interpretación nos ha recordado los principios inquebrantables de la convivencia, de la ayuda y el buen humor. De la magia, en definitiva. Por eso se hace evidente que, como en toda relación, ha de haber chispas que enciendan, recuerden y aviven las ansias que una vez prendieron nuestros sentimientos y empezaron a formarnos. Vencer el estrés y la rutina se convierte en objetivo. Por ello debemos luchar. Es esto lo que hay que fomentar.
Ahora, con los ecos de los aplausos que han coronado nuestros momentos, se apaga una luz al tiempo que otra se enciende. Abrazamos nuestra historia con cariño y nostalgia revitalizante. Aceptamos la propuesta de cambio. Nos desvestimos fundiendo nuestras manos en la recompensa, en el éxito del proceso y en la satisfacción por nuestras diferencias, esas que nos definen y las cuales contribuyen siempre al movimiento.
Entrego con máxima alegría y, reconozco, con incontrolable emoción, la libreta en la que juntos hemos escrito parte
de nuestra historia. ¿No es maravilloso haber compartido la labor de guionista? Ha sido excepcional. En este momento, mi aplauso se pierde en el silencio del alma, agradecido y envuelto en mi deseo de volver a compartir escenas en cualquier oportunidad. Estoy convencido de que así será. Sabemos, como actores, que la función debe continuar.
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